EL CHUPARROSO

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Por José Díaz Madrigal

Era un tipo de mediana edad, de estatura pequeña. Tenía un par de ojillos vidriosos y chiquitos que cuando se reía, se le perdían en la cara; nariz aguileña y piocha salida. Combinado al carácter conversador y alivianado, nomás de verlo causaba risa. Siempre vivió con la mamá.Vestía a la usanza campesina, huaraches de araña, pantalón arremangado casi hasta la rodilla y un sombrero viejo, de esos que le llaman sahuayenses, pero de ala corta y redondeada que en la copa del mismo, le habían desaparecido las dos pedradas, típicas de esa clase de sombreros; además ya no tenía la tapa de arriba, así pues, cuando se lo colocaba se le veía en el casco su tupida cabellera negra.Para trasladarse al trabajo se iba en un burro chaparrón parduzco, al cual ensillaba con un fuste sin estribos, de tal modo que cuando lo montaba, los pies le colgaban sin ningún apoyo. Su empleo consistía en ordeñar unas vacas propiedad de un señor de apellido Del Toro, que tenía el corral de ordeña en un terreno parejo justo a lado del río El Salado.Quería tanto a su burro que siempre le procuraba los mejores pastos. Un amigo de él decía: pinche Chuparroso, quiere más al burro que ni a la mamá; prueba de ello es que éste amigo en cierta ocasión le pidió el burro prestado, para cargarlo con unos botes lecheros y llevarlos hasta la carretera que estaba cuesta arriba. El Chuparroso sin nada de pena le contesta: no Alfredo, mi burrito se cansa.Aparte de hacer su trabajo cotidiano, el Chuparroso era aficionado a la cacería. Para ésta ocupación tenía un modesto rifle de los llamados Taquera, de esas armas antiguas que se cargan por la boca del cañón, con petardo, pólvora y municiones.Entre sus correrías de cazador, conocía todos los recovecos y rincones escondidos de las riberas de los ríos Cardona y El Salado. De éste último nos platicaba que aguas arriba, cerca del punto conocido como Agua Caliente, en la margen derecha yendo de sur a norte, se encontraba una cueva encantada;  situada mero enfrente de un amplio remanso del río y, éste tiene de límite contrario una alta muralla, tapizada todo el año de una tupida y frondosa vegetación.De la muralla verde, brota una fuente de agua cristalina, que resbala entre rocas cayendo al estanque con un ruido musical arrullador, las 24 horas del día. El ruido es distinto al que se escucha en otros lados donde también existen pequeñas cascadas. El de aquí es una especie de susurro con melodía y ritmo cadencioso, que se parecen a voces como de un coro. No es casualidad que el manantial y la cueva se localicen en línea recta en dirección opuesta, uno frente a otra.El Chuparroso contaba, que por las noches, del nacimiento de agua salían los Cheneques, diminutos hombrecillos de ojos rasgados, para custodiar el manantial, el remanso del río y también la vegetación de la muralla verde. Sin embargo, al clarear el alba corren a refugiarse en lo profundo de la cueva; donde permanecen a la hora de la luz diurna, ocultos a las miradas de los curiosos que andan merodeando por esos rumbos.Una vez que las sombras de la noche cubren aquel sitio de fábula, los duendes regresan al ojo de agua pero por un camino distinto. Comenzando en el fondo de la cueva, en un trayecto subterráneo y que pasa por debajo del lecho del río, para volver a salir en la fuente, con ese rumor que figura un cántico coral.Esa historia en mi mente infantil me producía asombro y con el ánimo de querer conocer aquel sitio. Alfredo hombre rudo y enemigo de fantasías, luego que se retiró el Chuparroso me dijo: no le creas a éste cabrón, todos los cazadores son supersticiosos, echadores y mentirosos.Muchos años después, ya que habían muerto los dos, Alfredo y el Chuparroso. Un sábado al amanecer me di a la tarea de encontrar el misterioso lugar, caminé por varias horas hasta encontrarlo. Recordando al Chuparroso, observaba que éste se había quedado corto en la descripción de ese espacio.Encontré la cueva de amplia entrada, de cuyo techo pendía un enorme panal de abejas mieleras, con miles de esos insectos que parecían guardianes que cuidan el ingreso. A 50 ó 60 metros del umbral de la cueva, se veía la hermosa fuente de agua que brotaba de la frondosa muralla verde.Es aquel un lugar, en que la soledad seduce, te cautiva; invita a permanecer  horas y horas en ese sitio. Naturalmente no vi a ningún duende.