AL VUELO 

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El cielo oscuro

Por: Rogelio Guedea

Entre clase y clase siempre tengo un breve receso, así que normalmente salgo, deambulo un poco y luego vuelvo para continuar lo empezado. Mis estudiantes normalmente se quedan en el salón, jugando a un sofisticado juego de adivinanzas creado para los teléfonos inteligentes. Nunca he entendido de qué se trata, pero parece divertido, a saber por sus risotadas. Ayer salí durante el breve receso porque me estaba literalmente muriendo de hambre. Fui a la cafetería del edificio a la busca de un sándwich doble, antes de que fuera a comerme a algún estudiante. En la cafetería, delante de mí, en la fila de sándwiches estaba un estudiante con un severo problema motriz. Intentaba elegir un sándwich y no podía, hasta que, luego de muchos ajustes y movimientos corporales, lo consiguió apresar con la punta los dedos. Luego, tocó mi turno, así que extendí la mano, la introduje en el refrigerador y en menos de un parpadeo ya tenía mi sándwich doble. Fui a la caja, metí mi mano en el bolsillo, extraje de mi cartera un billete, pagué, cogí mi cambio y lo metí, también en menos de un parpadeo, en mi bolsillo. Salí de la cafetería y cuando me dirigía a una de las bancas de la explanada, al alzar la vista, vi, recargado en un pilar, al estudiante que momentos antes había comprado, con gran dificultad, su sándwich. Esta vez intentaba abrirlo, con igual o peor dificultad, pues el sándwich tenía ese maldito plastificado pegajoso que saca de quicio a cualquiera. El joven estudiante iba poco a poco quitándole el plástico a su sándwich, ayudándose incluso con los dientes, su mano derecha que no podía controlar y su izquierda, que estaba más bien rígida y como empuñada, con lo cual prácticamente le dejaba el pulgar y el índice utilizables. Yo me senté en la banca y me puse a observarlo, con el sándwich entre las piernas. Estuve a punto de levantarme para ayudarlo, de la impotencia e incluso  del dolor que me producía verlo en tal batallar, pero cuando apenas lo iba a hacer vi, de súbito, cómo el sándwich, ya sin el plastificado y listo para comerse, se desprendía de sus manos y caía en el suelo, abriéndose en sus dos partes y desperdigando el jamón, el tomate, la lechuga, el queso, todo ahí en el suelo reducido a cenizas. La escena me produjo una sensación parecida a la de aquel que, por alguna deficiencia cardíaca, no puede respirar bien, y lo hace agitadamente, intentando con ello meter en los pulmones el aire que le falta, a regañadientes. Sentí pena, y también impotencia, y lamenté no haberme levantado antes. Todo lo que hiciera ahora iba a ser demasiado tarde. Como ya no pude seguir mirando aquella escena, giré la mirada hacia la fuente de la explanada, subí la vista al cielo, que estaba despejado, me eché el sándwich en el bolsillo derecho de mi saco y regresé, sin hambre, a terminar lo empezado.

 

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