TAREA PÚBLICA

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IGLESIA Y PARTIDOS, EL CONTRASTE

Por: Carlos Orozco Galeana

Es  constante la publicación de estudios de opinión  para conocer cómo piensa la gente en relación a   temas distintos  o respecto al funcionamiento de instituciones, y no es nada extraño que la iglesia católica aparezca casi siempre en un primero o segundo lugar como la mejor valorada en el cúmulo de observaciones.

Es que esta iglesia, y en particular su jerarquía y demás ministerios y servidores, conserva autoridad moral  además de  un conocimiento preciso de la realidad social no obstante que algunos de sus miembros se han desviado históricamente de su vocación de servicio y cometido delitos, particularmente contra menores de edad y jóvenes. En cualquier Iglesia, compuesta por humanos,  hay de todo: santos, pero también rufianes, pero aún así  aquella tiene la voz experta en humanidad y   critica y señala rutas para la mejor conducción de las sociedades.

Pero he aquí que hay un contraste: los partidos políticos en general, que son una rémora para el desarrollo de la democracia. No ayudan, estorban. Van contra los intereses de las comunidades en su afán de mantener privilegios y hacen cualquier cosa para seguir disfrutando los grandes presupuestos que se les asignan y de los cuales no rinden cuentas.  Verdaderos facinerosos son algunos de sus dirigentes, que no suelen ser ejemplo de integridad y están lejos de ser  tolerantes y progresistas. Ahí está lo “peorcito” de la política. Los partidos en buena medida, por su pudrición interna,  están contra México.

El Semanario Desde la Fe, que publica el Arzobispado de Guadalajara, planteó por medio del cardenal Norberto Rivera  que los partidos no actúan a favor de la sociedad sino promoviendo intereses “y una insultante corrupción”. Esto es particularmente notorio en  tratándose de partidos de izquierda que, en su interior, se despedazan moralmente  y hasta se asesinan entre los dirigentes  por revanchas o por  la prebenda de tener una dirigencia nacional, estatal o municipal o la coordinación de alguna de sus muchas tribus que tanto ensucian la política con sus falsa apariencia.

La jerarquía católica dice, y dice  bien, que la izquierda mafiosa ha entregado cuentas deficitarias donde ha gobernado. Efectivamente, en Zacatecas parió un nepotismo atroz que enriqueció a la gobernadora Amalia García y a decenas de familiares y amigos cercanos suyos. No obstante su pillaje, poco faltó para que se le felicitara. En Guerrero, todo es ahora crimen y violencia, subdesarrollo,  marginación y cacicazgos insultantes como el del exgobernador Ángel Rivero. Y en Michoacán, estado preciosísimo, esa izquierda corrupta lo convirtió en cuna de criminales   que lo mantuvieron casi dos décadas en el terror. La clase política, con su corrupción y su colaboración, fortaleció a la delincuencia organizada.

Y muy aparte está la forma de hacer las cosas  de los gobiernos de la ciudad de México, artífices de la escabrosidad; todos han estado contra la vida asesinando inocentes en los hospitales y a favor del homosexualismo. A tales gobiernos no les ha importado la familia, cuya restructuración es lo único que puede salvar a México en esta hora triste que vivimos.

En suma, los partidos todos han fracasado en su afán de integridad que le dictan sus principios. Su exhibición cotidiana a los ojos de todos es pésima. Los más pequeños siguen  conformes  con las migajas que les tocan por ley pues son franquicias, negocios  donde medran  unos cuantos políticos que, frente a los poderosos, siempre tienen un precio. También están para sí mismos, no a favor del país. Hablo del PVEM, PT y el resto.

Bien que la Iglesia católica  y la sociedad civil organizada denuncie absurdos, hace falta que México  pierda el miedo. Mucho valor civil se requiere en este tiempo en que la política luce más pervertida que nunca. La necesidad de cambiar las cosas ha de calar en el ánimo de cada mexicano si se quiere  rescatar familias  y reencontrar la paz. Cada uno  haga, de cada día, la oportunidad de cambiar reflejando con sus actos un espíritu comunitario. Mientras persistan la mediocridad y la indiferencia, todos perdemos.