LA SOTANA VOLADORA

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Por José Díaz Madrigal

El próximo jueves 18 de marzo, dentro de 4 días, se cumplen 41 años de la trágica muerte del padre Elías De La Mora. Fue este un sacerdote de origen colimote, que durante su vida fue apreciado y querido por gran parte de la población y de sus propios compañeros en el clero.

Miembro de conocida y vieja familia de Colima, de papá comerciante y ranchero ricachón. Elías fue hermano menor de Tomás, el mártir olvidado colgado de uno de los sabinos que todavía existen en La Calzada Galván, por ser un activo colaborador del ejército cristero, mismo del que ya se ha hablado en estas columnas dominicales, y también fue sobrino en segundo grado de San Miguel De La Mora, fusilado por el gobierno de Calles por el mismo delito de Tomás. . . ser cristero.

Elías De La Mora nació en la casa ubicada en la esquina nor-oriente del cruce de las calles Ignacio Sandoval y Zaragoza de esta ciudad, el día 16 de abril de 1913 y se ordenó como sacerdote el 19 de diciembre de 1942 en el Seminario Pontificio de Nuestra Señora de Guadalupe en Montezuma,  Nuevo México. Dicho sea de paso, las instalaciones de esta institución, fueron compradas por la iglesia Católica a una iglesia Protestante en aquel estado norteamericano, con el fin de enviar a los seminaristas mexicanos, en tiempos en que sufrían hostigamiento y represión por el gobierno de Lázaro Cárdenas.

Alto, de complexión robusta, blanco, ceja güera; que hacía marcado contraste con un saco o con una desgastada sotana negra, sus dos vestimentas que lo caracterizaban, con marcada preferencia por esta última prenda. A propósito y por cierto Bartlett, el actual y pésimo director de CFE en el tiempo que estuvo a cargo de la Secretaría de Gobernación de 1982 al 88, con su clásica arrogancia, prohibió terminantemente que los clérigos vistieran sus hábitos en la vía pública.

El padre De La Mora fue un señor cura incansable, tenía múltiples actividades propias de su ministerio sacerdotal; tales como activa promoción entre la niñez de la enseñanza del catecismo, ayudaba a familias de escasos recursos, apoyó con fuerza la construcción del Seminario del Cóbano. A él se debe también, la edificación tal como la vemos  el día de hoy de la iglesia de La Sangre de Cristo, su templo por excelencia. Todo esto lo alternaba con su gusto por el campo, donde sembraba caña de azúcar y criaba ganado lechero.

Iba y venía del rancho a la ciudad o en ruta inversa, manejando a exceso de velocidad una camioneta pick-up; en que casi todo el tiempo que la conducía, cada que cerraba la puerta parte de la sotana negra le quedaba por fuera. La gente no tardó en acomodarle el apodo de “LA SOTANA VOLADORA” él sabía del sobrenombre y lo tomó como feliz ocurrencia.

Hubo una época en que de vez en cuando y, cada vez más seguido padecía de hiperactividad, con excesos en el trabajo que lo mantenían afanoso e inquieto o por el contrario guardaba ratos de estar taciturno, reservado o distraído. Los amigos y compañeros le hicieron notar a monseñor Ignacio De Alba el estado mental del padre De La Mora, el obispo lo consultó con el cardenal de Guadalajara Don José Garibi Ribera, ordenando que lo trasladaran al Hospital Psiquiátrico de Zapopan lugar en que estuvo internado.

Desde que llegó al manicomio, empezó a planear la fuga. No estaban lejos los festejos patrios, el mero 16 de septiembre convocó con facilidad de palabra a hacer un desfile cívico en el centro hospitalario, desde luego, él dirigía todo la organización; como número final hizo un llamamiento masivo para forjar una pirámide humana a la cual fue guiando hasta el muro perimetral, ya cuando estaban pegados a la alta barda, subió hasta la cúspide de la pirámide y de un audaz brinco, voló a la parte superior de la barda, para después descolgarse en el patio de una casa particular. La dueña pegó un grito, pero el padre sereno y sonriente le dice: no te asustes, soy el capellán de estos locos, se les vino un balón que ya les regresé y ahora voy a la calle, la señora lo acompañó hasta la puerta. Antes de despedirse le preguntó si tenía algo para sus loquitos, la caritativa dama le dio doscientos pesos, que le sirvieron para pagar el pasaje a Colima.

El mismo día que llegó, se presentó en La Sangre de Cristo a oficiar misa. Ya no lo molestaron. Uno de sus amigos lo cuestionó de como le había ido en Zapopan, de inmediato responde: mira, este viejo cara de armadillo -el cardenal Garibi- no entiende que yo en ocasiones ando desincronizado, pero no era para que me mandara encerrar con los locos.

Por los años sesenta, celebró una misa de bodas donde uno de los padrinos era un conocido del padre; llegaron los novios al altar, atrás venía el cortejo de damas y padrinos. Tardaba el padre en hacer acto de presencia, cuando por fin salió al altar; estuvo quieto sin decir palabra alguna, en actitud de místico inflamado y, sin levantar la mirada. Los feligreses en total silencio, permaneció así por unos minutos. Pasado buen rato comenzó diciendo: el matrimonio es una institución antigua, nuestro padre Adán y nuestra madre Eva estuvieron casados. Estos se portaron mal y los corrieron del paraíso.

Después siguió diciendo, este día 7 de enero es un día hermoso; siete son los sacramentos de la iglesia: Bautismo, Confirmación, Penitencia, Comunión, Matrimonio, Orden Sacerdotal y Unción de los Enfermos. Luego preguntó ¿quien conoce otro siete tan hermoso? a la plebe ni siquiera le preguntó, porque sí supieran, ya estarían levantando el dedo, pero no, están muy tranquilitos; dirigiendo a uno de los padrinos: a ver tú padrino contéstame,  ¿conoces otro siete tan hermoso? el padrino que era chancero le responde: si padre, el 7 de copas. . . Ah! que padrino tan cabrón. La gente en el templo empezó con una risilla  después a carcajada abierta festejaron la puntada del padrino y del padre.

El padre Elías era generoso con todo mundo y caladamente honrado. Cuando supo que habían nombrado obispo de Colima al sr. José Fernández Arteaga que estaba en la diócesis de Apatzingán Michoacán, todavía sin venirse a Colima, quiso ir por su bondad hasta aquella ciudad de tierra caliente a festejar el santo a Don José, cargando en su camioneta con diez o doce chiquillos para cantarle las mañanitas, el 19 de marzo festividad de San José. Caminó durante la noche y parte de la madrugada, antes de llegar a Apatzingán se orilló a lado de la carretera, sacó de la guantera una linterna y le dijo a uno de los niños más grandes que enseguida regresaba.

Al parecer todo el grupo de chiquillos siguió dormido, uno de ellos al que le había dicho que luego regresaba, al echar de ver que tardaba y que ya estaba amaneciendo; se bajó a buscarlo encontrándolo tirado en el piso bañado en sangre. En algún momento de distracción que tenía el padre, cruzó la carretera sin fijarse sí venía carro. Murió atropellado por un camión de pasajeros. Aquel día era el 18 de marzo de 1980.