AL VUELO

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La casa y la tormenta

Por: Rogelio Guedea

Las lluvias de invierno en Nueva Zelanda suelen ser inclementes. Puede llover todo el día y toda la noche, y otra vez todo el día y toda la noche. No hay truenos o rayos como en las de México, pero hay viento, un viento que bufa y zarandea los árboles. Aquella noche estaba en mi habitación viendo un programa de televisión, con el calentador encendido y las ventanas cerradas, y decidí ir a la cocina a tomar un poco de agua. Como salí del área de habitaciones, donde estaba la calefacción, al llegar a la cocina sentí un frío terrible. A través de la ventana se veían la tormenta y los árboles sacudiéndose de un lado a otro, como si la tormenta intentara  arrancarlos de raíz. Bebí agua rápidamente y volví a meterme a la habitación. Al cerrar la puerta tras de mí el ruido de la tormenta, el frío, el aire bufando desaparecieron, y volvió la calma, y el calor. Apenas acostarme de nuevo en la cama pensé que así debería permanecer el alma del hombre ante las adversidades del mundo exterior, tranquila, impasible, fuerte para no verse doblegada por las inclemencias de la vida, la falta de trabajo, la muerte de un familiar, el haber reprobado una materia en la escuela. Hay, pues, que hacerse de un alma fuerte para que ninguna adversidad la pueda vencer, y así convertirnos en una habitación con calefacción de una casa azotada por la tormenta, como en la que yo estaba aquella noche.

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