TONALTEPETL

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Por:  Gustavo L. Solórzano.

El desamor y sus expresiones, duras e innecesarias, lastiman y marcan la vida, a veces para siempre. No te van a querer ni los perros”, era la frase que la mamá de mi amigo usaba siempre para retar a sus hijos cuando se portaban mal. Primero, venía el pellizcón, dice él, y después, como de remate, esta frase punzante, aguda. Seguramente, si le preguntan, ella los educó con amor. Y en nombre del amor, dijo frases como estas. ¿Le suenan a usted que me lee?

“¿Quién quiere otro choripán?”, preguntó Carlos en el cumple de su hija. Ella estaba festejando sus 19 y él se había ofrecido de asador. “¿Quién quiere otro choripán?”, insistió. “Tú no, mi amor, que estás muy gorda”, fue la frase que disparó delante de todos sus amigos. Ella se puso roja de vergüenza, un nudo enorme le cerró la garganta y no comió más. Se levantó despacio y la soledad de su cuarto adolescente fue el mejor refugio hasta la madrugada del día siguiente. El padre murió preguntándose qué hizo mal esa noche.

Injusta o no, la vida es la gran maestra que nos enseña a golpes, el detalle es que no todos estamos preparados para recibirlos. La actual generación de cristal, “por menos que eso te denuncia”, me dice una amiga. Naturalmente lo que comparto pertenece a un pasado no muy lejano, aunque el hoy, pomposamente llamado bullyng, sigue siendo más de lo mismo. “Vamos, no seas mariquita”, le dijo el profe de natación cuando él –que en ese momento tenía 6 años– pidió una toalla al salir de la pileta porque tenía frío. Y todos sus amigos empezaron a reírse. “Mariquita, mariquita”, le gritaron. Y el profesor, lejos de hacerlos callar, los alentó. Nunca más volvió a nadar. (Y nunca, en 34 años de vida, apoyó sus labios en los labios de una mujer.)

¿Me estoy explicando? Todos hemos caído en este tipo de comentarios insanos, a veces para hacernos graciosos y en otras ocasiones para enterrar la estocada en el alma del otro. Se nos olvida que no existe el “Otro”, de tal manera que las mentadas de madre, son como las palomas mensajeras, tarde o temprano regresan al nido. Si bien es cierto, que los comentarios mordaces y destructivos se dan más en la escuela, la familia sigue siendo la primera escuela. Cuauhtémoc, apodaba el maestro a Gabino, o algún otro nombre distinto al suyo, nosotros le decíamos el “Moope” u otro apodo que, sin duda, lo lastimaba, aunque él en su generoso corazón nos disculpaba hasta que se hartó.

“Eres un elefante dentro de la clase”, le dijo el profe de Dibujo en la secundaria. Él venía de una primaria para niños con otras posibilidades, en donde dibujo era su materia preferida. Y era, para hacer honor a la verdad, una joven promesa. Ese año, se llevó Dibujo a extraordinarios. Volvió a dibujar 28 años después, cuando –terapia mediante– descubrió cuánto lo había inmovilizado esa frase.

Puedo compartirle muchos ejemplos de lo que significa poner un apodo o usar adjetivos calificativos que violentan la integridad emocional del ser. Ciertamente son frases que no te matan, pero te marcan para toda la vida. Lo bueno es que un día, porque ese día –créanme– finalmente llega, te sacas uno por uno todos los puñales que te clavaron en el cuerpo y en el alma, te haces un sana, sana, colita de rana y descubres que no fueron dichas con odio, que los responsables de escupirnos tamañas frases son seres que cargan, a su vez, con otras frases. Y entonces llega el perdón. Y perdonamos. Más adelante, bastante más adelante, viene la compasión. Es ahí cuando volvemos a sentirnos felices, con ganas de caminar sobre dicho lugar más allá del tamaño de nuestro trasero, de nadar y gritar: “Tengo frío, tráeme una toalla”, de hacer una lista con toda la gente que te quiere. Porque no solamente te quieren los perros.

Unir la mente con el corazón antes de abrir la boca, es sano y amoroso, hagámoslo, pues palabras de amor, alegran el corazón y regresan a nosotros.  Es cuánto.