AL VUELO

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Fábula del cuervo y el cordero

Por Rogelio Guedea

El hombre llega renqueando al aeropuerto de San Francisco. Se encuentra  con otro hombre igual a él: viejo, moreno, latinoamericano. Le ofrece una  silla de ruedas. El hombre renco acepta y se sienta en ella. El hombre de  la silla de ruedas le pregunta que a dónde va. El hombre renco le muestra  su pase de abordar, que saca de una chamarra de piel negra. El hombre de la  silla de ruedas empuja la silla y se dirige a un elevador. Van al mismo sitio  que yo voy. También subo al elevador. El hombre de la silla de ruedas y el hombre renco no se hablan. Parece que han decidido
ni cruzar una sola palabra: enfurruñados en sí mismos. Subimos otro elevador  y luego tomamos el tren que nos lleva a la puerta 15. Ahí nos detenemos. Como  hay algo que encuentro extraño, sigo al hombre de la silla de ruedas y me detengo  donde ellos se detienen. Me siento. El hombre renco se baja de la silla y se sienta  en una silla próxima a la mía. El hombre de la silla de ruedas lo ayuda a levantarse,  incluso le quita los posapies, le acomoda el saco y al final le pone la mano en ristre, pidiendo su propina. El hombre renco le dice con el dedo índice que no trae nada,  le señala incluso la bolsa vacía de su chamarra negra, con un gesto de desconsuelo  en la mirada. El hombre de la silla de ruedas vuelve a hacerle la seña. El hombre  renco vuelve indicarle que no trae dinero. El hombre de la silla de ruedas mira con  odio al hombre renco, se da la media vuelta y se va. Se pierde como un fantasma al  fondo del pasillo. El hombre renco observa  en todas direcciones y luego se levanta.

Se levanta caminando firme y contundentemente. La sorpresa me hace caer de espaldas.  La cojera de hace unos minutos desapareció de súbito. Una señorita de la aerolínea  anuncia el abordaje del avión. Antes de levantarme, no puedo dejar de pensar: no cabe  duda que para uno que madruga, otro que no duerme.
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