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EL MÉXICO REAL 

Por: Noé Guerra Pimentel

México es un país rico, es el número trece en superficie territorial con poco menos de 2 millones de kilómetros cuadrados y 11 mil kilómetros de litoral con frente a los dos océanos más grandes del mundo; su producción petrolera lo ubica en el octavo lugar en extracción; es el primer productor de plata desde hace un lustro, mientras que en oro compite entre los diez primeros productores del orbe. A nivel mundial México se encuentra entre los cinco productores y entre los primeros diez con el atún, igual que en lo agrícola, con una diversidad de productos, más de la mitad en los primeros sitios, como el aguacate, el chile y el limón, además del maíz, sorgo, naranja, fresa, mango, papaya, frijol, uva, café, garbanzo, sandía, miel, cebolla, jitomate, melón, huevo, pollo y carne. Gran riqueza, especialmente en alimentos, pero en medio de tal abundancia encontramos que el 85% de la población vive en la pobreza y que uno de cada cinco mexicanos sufre pobreza extrema o no tiene lo indispensable para vivir.

Ante dicha realidad, efecto sin duda de malas decisiones y políticas entreguistas que se han arrastrado junto con otros yerros y el agravante de la corrupción, es lo que hoy como sociedad nos tiene así contra la pared, con los sistemas nacionales de salud y de educación, por mencionar los dos de mayor impacto, prácticamente fracturados, por lo que se ha llegado al extremo de instrumentar políticas emergentes para atender la pobreza mediante programas como: Oportunidades, entre otros, con el que sistemáticamente se entregan despensas (una bolsa con un kilo de frijol, arroz, azúcar y sal, medio litro de aceite, dos bolsas de sopa de pasta, un paquete de leche en polvo, y, excepcionalmente, uno de harina de maíz), que con leche a bajo costo se reparten cada mes a las familias mexicanas, pero no a todas las del país.

En ese contexto una parte del sector privado ha encontrado un filón con los llamados teletones y otras acciones de presunta filantropía, como el obsequio de juguetes en navidad y ponchos en regiones frías, claro, con la selfie, testimonio de la donación, y con esa aureola las empresas “se posicionan”, a la vez que logran la deducción de impuestos, y, finalmente, adormecen la conciencia (de por sí ya ausente por el hambre y la necesidad) de los beneficiados. Prácticas que sabemos no resuelven el problema de pobreza en ninguna parte del Mundo, antes bien, el número de pobres aumenta. La historia no registra el caso de un solo país donde el pueblo haya salido de la pobreza con este tipo de políticas asistenciales o dádivas, pues a lo sumo se atacan los efectos, dejando intactas las causas estructurales, como son el mecanismo de apropiación y distribución del ingreso. Cuando mucho se atenúan los efectos más lacerantes de la pobreza.

Vista a perspectiva la caridad como política de Estado constituye una afrenta al pueblo, al que primero se le ha quitado todo lo que con su trabajo creó, y que por tanto a él pertenece, y, ya despojado, se le hace “el favor” de regresarle una migaja, eso sí, publicitada con tambor y fanfarrias. Es perniciosa también porque mata el orgullo y la dignidad de la gente, pues no es igual comer el pan ganado con el esfuerzo y el sudor propios y con base en un derecho, que recibirlo como graciosa dádiva de manos de un “donador” que sin duda luego recordará el favor. El efecto en la conciencia individual es devastador, aniquila todo viso de independencia, de libertad, de autoestima, de amor propio, de valor y de respeto.

En gran medida se ha llegado a este punto gracias a que la explotación de los trabajadores ha rebasado toda medida comparada con las economías capitalistas como tales, al grado que el sistema atenta contra su base misma, pues presupone que el rico viva del pobre, pero que éste pueda sobrevivir con su ingreso, algo ya imposible hoy, pues no alcanza ni para comer; el trabajador no puede obtener ni siquiera un salario equivalente al valor de su fuerza de trabajo, de elemental subsistencia. Nuestro capitalismo desenfrenado y usurero ha llevado en sus excesos las cosas a tal grado, que ahora los propios empresarios y su Estado se ven obligados a sostener con ayudas a ese pueblo que ellos mismos han privado de lo elemental para vivir.

Frente a todo esto hace falta restablecer el original criterio de apropiación, que otorga la propiedad del producto a quien con su trabajo lo creó, y no como hoy, al dueño de los medios con que se produjo. Es necesario rescatar la dignidad del pueblo, y la solución efectiva es generar empleos, suficientes en número y bien remunerados. Según estudios serios, hoy en día, para la canasta básica el salario mínimo sería de 350 pesos; deben garantizarse todas las prestaciones de ley y un sistema de pensiones que permita una vejez tranquila y un ingreso digno a quienes se entregaron con una vida de trabajo a la construcción de este país.

Solo así se garantizaría el derecho humano al trabajo que dignifica y permite la plena realización de todas las capacidades del hombre y le protege. Ciertamente, realizar todo esto requiere de una gran conciencia y organización social adquiridas en un proceso que no puede ocurrir de un día para otro, y sería una insensatez decir a un pobre que está al borde de la inanición que no acepte la despensa, por el contrario, debe exigirlas allí donde no las haya, e incluso, de mejor calidad, y esto no mendigando en espera de una limosna, sino, reclamando con dignidad y firmeza, pero sin perder nunca de vista lo esencial: el problema central es la desigual distribución de la riqueza contra lo que todos desde nuestros ámbitos debemos trabajar antes de que esto se salga de control irremediablemente.