AL VUELO

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Vida de pareja

Por Rogelio Guedea

Ayer discutí con mi mujer por cualquier cosa. Creo que fue por unos arbolitos: uno de mandarina y otro de durazno, que ella trajo y quería plantar de este lado de la cerca. Yo, del otro. Por eso discutimos: por el lugar donde sembraríamos los arbolitos, a saber. Nunca discutimos por temas filosóficos, éticos o ideológicos, sino por cosas como estos arbolitos que les cuento, y el tamaño de la cuchara (que a mí siempre me gusta grande), o por los picones que le doy a las ollas antes de comer (intromisión que a ella la desmiembra), o por los cepillos de dientes (que yo tengo la manía de cambiar cada tres días). Antes me preguntaba por qué discutíamos por esas pequeñeces y no por temas realmente de gravedad: la forma en que la teoría de la relatividad afecta nuestros relojes (según Heidegger) o el ocaso de todas las utopías. Ahora ya no me pregunto nada. Ya sé que la vida se las arregla para que las parejas, por una cosa u otra, discutan, sobre temas graves o no tanto. Y es que después de una discusión de pareja se experimenta la misma sensación que experimenta aquel que ha salido del agua después de haber aguantado la respiración diez horas, es como la forma -tal vez la única- que tiene el cuerpo (y el alma) de reconquistar su antigua mansedumbre, ajustar todas sus coyunturas, volver a colocar en su sitio los huesos o sentimientos que se salieron de su rótula. Siempre que discuto con mi mujer pienso en los temblores y me imagino que la tierra debe experimentar esa misma sensación, no importa que haya tenido que dejar a su paso un desastre. Las discusiones de pareja son necesarias, pues, como los temblores de la tierra, siempre que no sean tan frecuentes (las discusiones, ni temblores), porque se nos cae toda la casa.

 

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