EL DIÁLOGO POR LA VERDAD

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LECTURAS

Por: Noé Guerra Pimentel

De vez en vez, no sin preocupación y hasta tristeza, de frente o a través de los medios oímos y vemos a quienes encabezan los espacios de poder en diferentes ámbitos y niveles de gobierno, gremiales o empresariales, con una antaño inusual estridencia discursiva, adoptada ya como único recurso para el debate en defensa de su respectiva posición, herramienta que en muchos casos conlleva la ofensa, la descalificación, el denuesto y hasta la dolosa mentira con tal de degradar, de denigrar la posición del otro, sea real o ficticio, de vencerlo con tal de ganar, incluso sin tener la verdad. Práctica cuestionable por incivil, bárbara y decadente que sólo refleja lo más pobre, lo más miserable de nuestra condición humana, pero que lamentablemente muchos asumen como inherente y casi esencial de la cosa pública sin que sea así y menos cuando hay antecedentes que remiten a lo contrario.

En la antigua Grecia se practicaba lo que se conocía como el diálogo agonal, que consistía en debatir sin encono, en argumentar haciendo prevalecer la verdad sobre el ego o la vanidad de ganar, conversar y fijar la postura y argumentar a fondo sin violencia verbal, sin ira, con absoluto respeto. Como sabemos, el desarrollo del individuo en Grecia dependía de la competencia, de una idea de medirse en cualquier foro o actividad que iba desde lo físico (el olimpismo) hasta lo intelectual (los simposios, por ejemplo, que eran reuniones donde se bebía mucho, pero también se planteaban y discutían distintos temas generales, estableciéndose una competencia en la que ganaba el que mejor argumentaba sin ofender, sin humillar.). Otro gran ejemplo era el debate, donde se debía defender posturas que no necesariamente eran las propias.

Estas competencias se realizaban sin apasionamientos. Sin desprecio hacía el rival. El gusto era por la competencia misma. Por medirse bajo la idea de que la sola participación y preparación para la tarea hacía mejores a las personas. Y esta capacidad era foco de admiración. Los ganadores eran verdaderos héroes. Una sana practica que hacia el siglo III a.C., comienza a diluirse. Fenómeno que no tuvo que ver con la desaparición de las competencias, sino más bien con su degradación, es decir, con el surgimiento y auge de actividades alternativas menores, en las que lo agonal se fue perdiendo. Los torneos en los que solo participaban individuos verdaderamente preparados en la discusión retórica, los simposios, el canto, etc. fueron reemplazados por sujetos que se prestaban al ridículo y a la humillación de los otros, los cuenta chistes, o los que competían por comer más y más rápido, por ejemplo. Retos en los que participaba cualquiera, como si constituyera un mérito.

Es decir, la competencia no desapareció, pero se fue degradando. La contienda noble comenzó a hundirse a favor de lo ordinario, lo vulgar y corriente, de lo más “sencillo y al alcance de todos”. Y esta idea, la de reducir todo a su mínima expresión, para que una “gran mayoría” tuviera acceso, es la que nos toca vivir hoy. No subimos el estándar y preparamos e instruimos a esa gran mayoría para que lo disfrute. Finalmente es más sencillo bajar el estándar que hacer lo contrario.

José Ortega y Gasset razonaba que el hombre noble se establece metas casi imposibles a diferencia del “hombre masa”, que elude la dificultad, que no se somete a ningún parámetro superior que pueda medirlo, que nunca se sujeta a instancias elevadas y se pasa la vida lamentando su suerte por tener que hacer esto o lo otro; mientras que el hombre noble solo puede vivir su vida o solo considera digno vivirla a partir del establecimiento de altos estándares. Lo grave es que nos pasa en lo individual y se ha potenciado en la generalidad de la sociedad. De tal forma que ahora vemos que cualquiera ocupa espacios antes reservados para entes superiores, para quienes por diferentes condiciones y diversas razones lo merecían, para quienes mínimo se habían preparado y podían ostentar ser los mejores.

¿Prevalece el ser agonal? Sí, pero falseado: ahora lo que importa es el ruido, el rating, la vana popularidad, el subjetivo “mejor empleado del mes” o el de los más comentarios ante una afirmación, aunque sea absurda, más likes o reproducciones en redes sociales. Lo que abunda es la competencia estéril de lo decadente. El lugar que no tenemos nosotros lo tiene el otro, quien por ese solo hecho pasa a ser el enemigo. Ese “rival” era en otra época, el propio desafío: establecer una meta difícil de lograr que requería dedicación y una real preparación. No solo los griegos vivieron la decadencia del agón. Estamos presenciando la nuestra. ¡Y peor! lo hacemos con suma alegría y hasta lo aplaudimos. El triunfo de la mediocridad.