Bush no Tenía Nada que Hacer en Pekín

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    En honor a la verdad, debo aclarar que voté por Bush tanto en el 2000 como en el 2004. Las alternativas de un Al Gore—hipócrita y autoproclamado salvador de la pureza ambiental que viaja en jet privado—y de un John Kerry—traidor a su patria y a sus camaradas de armas durante la guerra de Vietnam—eran demasiado ominosas. Pero eso no quiere decir que considere al Presidente Bush un estadista de tal estatura que su conducta no pueda estar sujeta al análisis y hasta a la crítica. Por el contrario, su desempeño en el campo de la economía interna deja mucho que desear y sus  recientes decisiones en política internacional deben ser motivos de desencanto para quienes lo hemos apoyado con nuestro voto.

    Habrá quienes se pregunten a que vienen todas estas consideraciones sobre un presidente que se acerca ya al final de su mandato y casi seguro de su vida pública. Pues bien, tienen que ver con la obligación de los gobernantes de sustentar, proteger y defender los principios sobre los cuales descansan la estabilidad de sus pueblos, la autoestima de sus ciudadanos y la credibilidad de su nación en el concierto de las demás naciones del mundo. Principios abandonados con frecuencia para servir intereses materiales o evadir responsabilidades morales. Dicho bien claro y para que todos lo entendamos, la defensa de la libertad y de los derechos humanos no avanza en lo más mínimo la balanza comercial de un país y puede con frecuencia crear hostilidades entre gobiernos que se necesitan mutuamente. Dentro de ese contexto debemos analizar el infortunado viaje del Presidente Bush a las Olimpiadas de Pekín.

    En la China Comunista que recibió con honores y agasajos al Presidente Bush se violan a diario los derechos humanos de millones de seres humanos, se asesinan por orden del gobierno centenares de miles de non-natos todos los años, se mantienen encarcelados a decenas de miles de ciudadanos por supuestos delitos contra el estado, se persigue y asesina sin cuartel ni piedad a quienes reclaman libertad religiosa como los habitantes del heroico Tibet y se imponen condiciones de trabajo esclavo a millones de ciudadanos sobre cuyos hombros descansa una falsa prosperidad y un capitalismo selectivo. Desde el punto de vista de principios morales George Bush no tenía nada que hacer en Pekín. Los comunistas chinos lo utilizaron para montar una deplorable y elaborada propaganda disfrazada de evento deportivo que debió ser bautizada como Olimpiadas de la Infamia.  

    Sus declaraciones del 8 de agosto en Tailandia en defensa de los derechos humanos no pudieron compensar el inmenso prestigio ganado por China Comunista con la visita de un Presidente Norteamericano. El presidente de la democracia más vieja y poderosa del mundo y profeta de la democracia en Iraq no debió jamás abrazar al verdugo de la democracia en China.  George Bush se las arregló para quedar mal con Dios y con el diablo, con el Dalai Lamay y con Hu Jintao, cuando antepuso su pragmatismo económico a sus principios morales. Veamos como los dólares derrotaron a los principios.

    Mi amigo el banquero internacional Alberto Luzarraga lo explica con su acostumbrada claridad en un artículo sobre los inconvenientes para un posible entendimiento entre Cuba y China Comunista que tituló “No habrá modelo chino”. Citando fuentes totalmente confiables y fidedignas como The Wall Street Journal y la Oficina del Censo de los Estados Unidos, Alberto señala: “Según datos publicados recientemente existen 52,887 inversiones americanas en China con un valor de inversión de 54,700 millones de dólares. Las compañías americanas vendieron 55,200 millones en China en el 2006. Los Estados Unidos importaron 287,700 millones de China en el 2006.” Mas adelante en su artículo Alberto afirma: “China ha acumulado una enorme cantidad de dólares y existen quejas sobre lo desproporcionado de la relación comercial y sobre el uso que China pueda hacer de esos dólares que están invertidos principalmente en bonos de la tesorería americana.”

    He aquí la prueba fehaciente de hasta que punto tienen entrelazadas sus respectivas economías la democracia norteamericana y la tiranía comunista china. Algo así como si la acogedora Estatua de la Libertad que se levanta en el puerto de Nueva York hubiese sido asfixiada por la hostil Muralla China. Pero con metáfora o sin ella, no cabe dudas de que el ruido ensordecedor de las monedas  ahogó los gritos de libertad de las víctimas de la satrapía china.