TONALTEPETL

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Por: Gustavo L. Solórzano

Tal vez tenía tres años de edad cuando vivíamos en una casa ubicada por la calle degollado. Apenas recuerdo ciertos pasajes de esa lejana época y también a unos cuantos personajes que contribuyeron en mis vivencias. Frente a nuestro domicilio las antiguas huertas del boliche, propiedad de la señora de la Mora y las propias calles circundantes, representaban el escenario adecuado para que se manifestaran entidades del mundo espiritual.

En la cuadra de abajo,  el caudaloso ríos Colima atravesaba la calle en completa libertad, pues el pequeño vado era tan solo un apoyo para que su encauce se mantuviera, mas no suficiente para evitar su desborde.

La casa en donde vivíamos mi familia y yo, era un “chorizo” largo que terminaba en una cocina, no recuerdo más y tenía una gran pila con agua, misma que se encontraba  pegada a la barda del vecino de atrás, (El dueño de la casa). La sombra de un frondoso árbol de aguacate dibujaba su silueta en la cristalina superficie acuosa y en temporada, los deliciosos frutos caían en el fondo de la pila y de ahí, a la mesa de nuestra casa.

Una mañana en la que mis padres se encontraban trabajando, escuché la voz molesta del dueño de la casa llamando a mi madre. Mi bendita abuela, una mujer que recorrió sola el camino de Colima hasta Talpa, que vivió la erupción del siglo antepasado y que había sido tocada por un rayo salvando milagrosamente su vida, se dirigió al desvencijado portón para saber que necesitaba don Nuño.

Sobre la misma calle, barda de por medio, Vivian don Carmelito y doña Secundina, los hacedores del pan dulce más rico que yo había probado en mi incipiente caminar. Al lado contrario, doña Trini, comadre de mi madre y en la acera de enfrente, una lúgubre barda de adobe que abarcaba toda la cuadra. Recuerdo a Lupita Salas y su esposo don Rafael, a doña Abigail con su familia, a don Bonifacio Chávez, al señor Gaona, a los Bochos Juan José, Sergio, Beto, Alejandro, los Huerta, fotógrafos  y muchos otros buenos vecinos que me llevaría tiempo nombrar y de quienes guardo un grato recuerdo.

El tiempo y la falta de mantenimiento, habían originado que la madera de la puerta literalmente se rajara. Por sus rendijas fácilmente se podía ver si alguien tocaba, para identificarlo.

La incomodidad de don Nuño era porque pretendía recoger los aguacates que su árbol, prodigaba generoso en la casa que habitábamos. Al ser el propietario, consideraba que tenía el derecho de recoger la renta y los frutos, mas no la abundante hojarasca. Después de tanto insistir y ante la negativa de mi abuela que argumentaba el pago oportuno entre otras razones, el hombre iracundo amenazó con entrar al domicilio, no sin antes proferir algunas palabras altisonantes. Mi abuela, usando el mismo tono, tomó un machete que tenía detrás de la puerta y le dijo, “métase y vamos a ver de a como nos toca”. Los ojos del abusón parecía que salían de sus cuencas y sin dejar de retar se fue alejando hasta que su voz se perdió en la lejanía.

¿Y las rendijas? Pues resulta que una noche me desperté al escuchar las casi inaudibles voces de mi madre y mi hermana mayor, “¿Quién?” preguntaron con voz que escondía la preocupación y el miedo ante la circunstancia. Nadie respondió, sigilosas se acercaron hasta la puerta para observar entre las rendijas y descubrir al causante de los repetidos toquidos, nadie.

Después me enteraría que en repetidas noches se  repetía el fenómeno, no había nadie detrás de la puerta. En ese barrio asustaban. Es cuanto.