TAREA PÚBLICA
Por: Carlos Orozco Galeana.
Fíjense ustedes que el problema de las cárceles continúa agudizándose y además encareciéndose en lo presupuestal por los altos costos que se pagan en alimentación, mantenimiento general, servicios administrativos y un cúmulo de actividades orientados al apoyo a la inserción social. Agréguese que hay mucha corrupción en los controles de vigilancia y en su vida interna, así como en la firma de convenios de servicios para dotarlos de los elementos necesarios para su subsistencia.
Y para colmo, la pandemia ha originado un agravamiento de su situación pues al problema de hacinamiento y promiscuidad que prevalece en ellos, se sumó la muerte de centenas de reclusos por covid ante la desesperación de sus familiares. En resumen, se dejó a su suerte a esos mexicanos que transgredieron un día las leyes y merecían no obstante un trato humano.
Es cuando el presidente Andrés Manuel López Obrador envío para su análisis y publicación un decreto para la liberación anticipada de víctimas de tortura, a adultos mayores de 75 años y a reclusos de más de 65 años que sufren enfermedades crónicas y están presos por delitos no graves, y a personas recluidas por más de 10 años sin sentencia. Aún más: convocó a gobiernos estatales a tomar decisiones similares, humanistas, para llevar justicia a personas encarceladas cuya situación amerita tácitamente la compasión del Estado. Las excarcelaciones se darían con fecha límite del 15 de diciembre. Los beneficiarios son presuntos responsables de delitos del fuero federal.
En México hay actualmente 220 mil 114 personas privadas de su libertad, de las cuales 94 mil no han sido sentenciadas. De esta población, 87 por ciento están acusados por delitos del fuero común y el resto, 123, 538 internos, del fuero federal, según datos de la Secretaría de Gobernación ( Diario La Jornada, 30 de julio).
El presidente llamó a establecer, con esos datos a la mano, una cultura de respeto a los derechos humanos de las personas que violan las leyes y que confiesan bajo tortura, siendo muchas veces inocentes. En realidad, esto se considera una práctica muy socorrida; se ha impuesto la idea de que un presunto responsable no confesará su falta si se le trata amablemente, con respeto, por lo que hay un catálogo de formas violentas para obtener supuestas verdades. Seguro que hay muchos reos que confesaron delitos bajo la presión o amenaza de sus captores o de funcionarios ante el temor de perder hasta la propia vida por negarse a admitir lo inadmisible.
La vida, al interior de los penales,es un verdadero infierno. Ahí, se comercia lo que se puede, desde permisos extra para visitas conyugales, hasta para allegarse productos de consumo apropiados para “convivencias”, mismas que son permitidas por autoridades. Circulan también en los penales todo tipo de armas para autodefensa o para usarlas si es necesario contra los propios compañeros de encierro, lo cual se comprueba cada que hay enfrentamientos que terminan con violencia inusitada. En resumen, la vida difícil en esos lugares no facilita la reinserción social. En las cárceles se respira la corrupción como en pocos lugares. Los reos se salen siempre con la suya y desde ahí organizan a compinches de afuera para planear y ejecutar un sin fin de delitos; como tienen teléfonos celulares, que les surten familiares o gente que trabaja en sus instalaciones, disponen de lo básico para continuar su vida delictiva aún estando presos.
El Estado ha sido incapaz de garantizar que las personas que cumplen penas puedan al salir rehacer su vida como si nada hubiera pasado. Es más, cuando alguien sale de prisión, no se sabe si se dedicará a buscar trabajo y se reinsertará socialmente, o se asociará con el mundo del crimen nuevamente.´
Es deseable que esa política humanista de aminorar el castigo permeé a todo México y que los gobernadores (as) y legislaturas, con un criterio único, transiten hacia una política de justicia en pro de los derechos humanos de los reos que están en las condiciones en que se emite el decreto respectivo. Piénsese en sus familias, que esperan verlos libres, integrados a sus hogares y deseosos de comenzar una vida nueva y digna.
Tenemos que evolucionar en nuestro país hacia una justicia penal expedita, donde los juicios sean correctos y en plazos más cortos, donde no se juzgue sobre expedientes, sobre papeles, sino con la presencia de la persona acusada con su defensor a un lado. Deben establecerse criterios que definan con precisión la gravedad o no de las conductas pues a menudo se encarcela a personas que cometieron un hurto mínimo a veces por necesidad ( robo de famélico), lo cual implica para el Estado, a posteriori, un gasto elevado cuando la situación puede arreglarse con otro tipo de correcciones.
El presidente Amlo ha tomado pues la buena decisión de colocar los derechos humanos de las personas presas por encima de cualquier interpretación de castigo máximo. Sin embargo, estas medidas tienen sus riesgos pues hábiles abogados podrían alegar y acaso comprobar, por los medios que sean, que sus clientes fueron torturados y que pagan penas por tal motivo.
Los enfermos de males crónicos mayores de 65 años, quizás estén viviendo días muy difíciles por su enfermedad; habrá también personas que tienen muchos años presas sin ser sentenciadas. Los gobiernos estatales tienen la oportunidad de sumarse a esa iniciativa presidencial y hacer lo conducente para rescatar a una vida menos infeliz a quienes delinquieron.