CRÓNICA DEL COLIMA DECIMONÓNICO

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Por: Noé Guerra Pimentel

Era el atardecer cuando me vi recargado en el barandal del kiosco y de pronto, como en sepia, todo cambió, la gente que pasaba, los edificios y hasta el aire que respiraba. Así, me vi apoyado ya no en el barandal, sino en una fuente de piedra en medio de un predio terregoso, sin árboles, no obstante, mientras caía el sol al poniente, la gente iba en lujosos carruajes o a caballo, lenta, como disfrutando el paseo del atardecer ataviados con elegancia y de sombrero, ellos, mientras que las damas iban con donaire bajo sus sombrillas y de vestido largo, estrechas de cintura y sombreros de ala ancha; a la vez que los otros, el pueblo, caminaba por el arroyo de la calle en calzón de manta, sombrero de palma, descalzos la mayoría, cargando frutas u otras mercancías en huacales a la vez que halaban bestias cargadas de leña o cántaros con agua desde los manantiales y pilas del Pocito santo, del Charco de la higuera, de la Huerta de Álvarez, del Boliche o desde las Siete esquinas.

La casa consistorial, donde se albergaba la cárcel, al frente mío y al oriente de la plaza, sitio donde aquella primavera de 1858 Juárez despachara por dos semanas y antes, el primer gobernador del Estado, por dos meses y una semana, cuando lo mataron la tarde del 26 de agosto de 1857; ya lucía vetusta con sus más de tres siglos de historia desde que fue erigida como sede de la alcaldía mayor de la Villa de Colima, luego subdelegación de Michoacán y, con los años, Partido de Jalisco hasta llegar a ser el asiento del gobierno estatal, edificada aledaña al edificio parroquial donde en 1792, por espacio de ocho meses, ofició Miguel Hidalgo, cuando aún era un recinto modesto, bajo, con su techumbre de dos aguas y sus torres de mampostería que miraban al atrio, donde por tres siglos se castigó a garrote a los criminales y donde fuera el primer camposanto de aquella Villa, a la que a mediados del siglo XIX arribaron extranjeros, protestantes pobres que aquí se hicieron ricos, principalmente de Alemania, Francia e Irlanda; edificaciones virreinales, las dos, símbolo del poder, apenas separadas por un callejón que conducía al mercadito de los agachados, aquel que habiendo sobrevivido a las inundaciones del río chiquito no resistió el incendio que finalmente lo arrasó.

A mis espaldas se adivinaba la torre de lo que fue el convento de la Merced por la antes calle principal, ahora Madero-Torres Quintero, esquina con la calle del río o Gildardo Gómez. Más acá, donde ahora es el portal Hidalgo estaba el portal de Portillo, contra esquina de donde cayó malherido para morir desangrado Manuel Álvarez, el primer gobernador del Estado; aquella una techumbre de horcones y teja, como las otras de los portales de Brizuela al sur y De la Madrid al norte, Morelos y (Miguel Contreras) Medellín, respectivamente. De este último fue de donde en 1877 sacaron al exgobernador Filomeno Bravo para seguirlo hasta su casa de San Cayetano-V. Carranza y la del puente quebrado-5 de mayo, de la que huyó saltando por tejados para, a lomo de caballo, y en plena oscuridad escapar rumbo al Mamey, en cuyas inmediaciones le dieron alcance sus opositores para torturarlo y asesinarlo, dejando a aquel hombre que años antes le perdonara la vida a Juárez, colgado de una higuera.

Abrí los ojos y ahí, en el mismo lugar, desperté de mi recreación sorprendido por tanta historia en tan pocos metros a mi alrededor, las aves jugueteaban en lo alto del follaje de los árboles y las palmeras que ahora dejaban ver las altas y esbeltas torres de la catedral y la sobria fachada del palacio de gobierno, mandado edificar junto con la traza definitiva de este jardín, por el gobernador porfirista Doroteo López al alarife Lucio Uribe, igual que el estilizado frente del portal Medellín, honra de aquel malogrado gobernante liberal, quien, contra la opinión de los vecinos, mandó tirar lo que había para, en el tiempo de su breve gestión, disponer que se levantara esa arcada neoclásica, icono que engalana el centro de nuestra ciudad capital que, con sus revueltas civiles, inundaciones, epidemias, incendios y terremotos, aquí sigue con sus casi quinientos años de vigencia histórica.