Por José Díaz Madrigal
Sin duda existen en el mundo hombres que respiran y transmiten luz, por supuesto que si los hay, pero quizá pensamos que se encuentran solo en alguna famosa universidad norteamericana o allá en el viejo continente; o a lo mejor en un centro de estudios especializados. Pues no, a veces no se ocupa desplazarse lejos para encontrarlos. Resulta que en ocasiones tenemos a uno de esos hombres, aquí cerca en nuestro entorno, sin saber apreciar su valor.
Conocí a Carlos cuando eramos compañeros de la misma generación en la Secundaria Federal, la que ahora se llama Enrique Corona. Era un muchacho alto, espigado de lacia y abundante cabellera; ojos claros de ligero tinte verdoso y mirada aguda. Desde aquella época se le notaba nobleza y educación, su aspecto era de joven serio y reflexivo; sin embargo cuando uno se arrimaba a conversar, tornaba ese rostro austero en atención y amabilidad. Egresamos de la secundaria y le perdí la pista por muchos años. Nos volvimos a encontrar en el Instituto de Teología para Laicos, donde él ejercía como profesor con la especialidad en Exégesis Veterotestamentaria. Esa vez tenía a cargo impartir la materia de Salmos. En ese reencuentro platicábamos del periodo de la secundaria, de algunos compañeros. Ahí me enteré que había entrado al Seminario de Colima, luego se le presentó la oportunidad de ir a estudiar a la Pontificia Universidad Greoriana en Roma -la que fundó el español San Ignacio de Loyola en el siglo XVI- ingresando como alumno seglar. En Europa estuvo por un período de diez años, se hospedó por algún tiempo en la casa de San Pablo de la ciudad eterna, conviviendo con sacerdotes de ese lugar. Por ese tiempo acudió de igual forma a diferentes escuelas en Inglaterra, Portugal, Alemania, España, Francia e Israel. Dominaba los idiomas de esos países, además de varias lenguas muertas. Regresó a México sin desconectarse de sus estimados maestros y condiscípulos europeos. En Colima fue mentor en el Seminario Diocesano, en el Tec. De Monterrey y en la Universidad de Colima donde le asignaron las clases de filosofía. Por su conocimiento y gran capacidad de enseñanza, era requerido para dictar conferencias en distintos lugares nacionales y del extranjero. En su andar ordinario, a través de su estilo de vida y vestimenta sencilla, daba la apariencia de algunos de los profetas de la antigüedad; probablemente se identificaba con uno de ellos o pudiera ser que con esa humilde sencillez con que vestía, tomara calladamente una posición contra el exacerbado materialismo mundano que vivimos hoy en día. En sus ratos libres gustaba de la soledad y el silencio, como los ascetas se apartaba a lugares en que el único ruido era el murmullo del viento o el trinar de las aves. Había revelado a alguno de sus cercanos el deseo futuro de retirarse a un monasterio de vida contemplativa. Yo soy hijo del silencio, comentó una vez a un íntimo amigo. Cierta ocasión disertó acerca de la interpretación del silencio, entre otras cosas decía con un dejo de agravio: El gran derrotado de las sociedades modernas es el silencio, nuestra cultura le ha dado la espalda al silencio y ni siquiera nos damos cuenta de ello ni tampoco de sus implicaciones para la salud del Alma. Otra vez en una conferencia, en su intervención habló de la Belleza que Salva, dijo: Ciertamente no se trata de la belleza griega, del esplendor simétrico de la forma. Ni de la belleza medieval del goce estético a la vista, ni la gracia de los renacentistas ni el resplandor extravagante de nuestro tiempo. Lo que nos salva es el esplendor de la Bondad y del Amor extremo, que tiene Jesús Crucificado con su cuerpo contorsionado, deformado y el rostro desfigurado por dolor, esa es la referencia principal. La Belleza que Salva es unir la bondad y el sufrimiento amoroso por los otros, sobre todo por aquellos de quienes no podemos esperar nada a cambio. El Domingo pasado día de San José, Carlos fue llamado a la Casa del Padre. Según la tradición Cristiana, San José murió en brazos de Jesús y de Maria. Sin dudar falleció en buena compañía, por ese motivo San José es el patrono del buen morir. Hace 100 años el Papa Benedicto XV escribió: A través de José nosotros vamos directamente a Maria y, a través de Maria al origen de toda Santidad que es Jesús. Tanto José como Maria, nos ayudan a ir a Jesús. Que estas modestas líneas, sirvan como elegía y tributo a un hombre bueno e inteligente, a un amigo leal y sincero. En las Sagradas Escrituras Dios es el punto de partida de toda luz. Como hijo de la luz, Carlos regresó al origen de la luz.