21 DE ENERO EN LA MEMORIA

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Por: Noé Guerra Pimentel

Temblor, movimiento telúrico, sismo, sacudida, tremor, remezón, tangoneo, seísmo, bamboleo, pulso, inclinación, columpio, latigazo, zangoloteo, trémulo o terremoto, son algunas de las acepciones o palabras con las que a lo largo de la historia y en diferentes regiones se identifica a este fenómeno natural que ha acompañado al ser humano desde siempre. La memoria arquitectónica de Colima, nuestra desdentada ciudad capital, con algunas céntricas fincas convertidas en lotes o improvisados estacionamientos dan fea y triste evidencia de los avatares por los que los que hemos transitado por esa replicada causa con registros fatales, aunque seguramente hubo otros antes, datan desde 1576, 1690, 1711, 1806, 1818, 1932, 1941, 1973, 1995 y el del 21 de enero del 2003.

Según el reporte preliminar del 28 de enero, el saldo reconocido oficialmente fue de 23 muertos y 300 heridos, entre más de 12 mil 284 viviendas dañadas, de las cuales 2 mil 969 fueron de pérdida total, 4 mil 444 con daños parciales y 4 mil 871 daños leves en toda la geografía estatal. La reacción gubernamental local coordinada con las instancias federales fue inmediata y, en mi opinión, se mantuvo a la altura de las circunstancias desde el primer momento y conforme los tiempos y las necesidades lo fueron ameritando. La solidaridad prontamente se puso de manifiesto, el lugar del epicentro fue referencia mundial, la comunidad internacional se hizo presente, el mismo Papa saludó y dedicó parte de su homilía a Cuyutlán, Armería, Colima y al pueblo de México, expresando su fraternidad con las familias de las víctimas fatales y las decenas de heridos.    

Eran las ocho de la noche con seis minutos del martes 21 de enero del 2003 cuando la normalidad de la noche se vio interrumpida, después de una especie de ensordecedor zumbido vino un movimiento oscilatorio que súbitamente cambió a trepidatorio y oscilatorio hasta disiparse dejando tras de sí gritos de angustia y desesperación en la oscuridad, fueron pasados los 55 largos segundos en los que entre el crujir, tronar y caer de las cosas, los vecinos de toda la región de Colima con sus diez municipios y las veinticinco municipalidades aledañas de Jalisco, dejaron en lo que estaban para hacer por sus vidas y las de los suyos. Nadie que pudiera moverse se quedó en su lugar ante el brusco movimiento que según tuvo un registro de los 7.6 grados en la escala de Richter, ocasionado, por la ciencia lo sabemos, ante el movimiento convergente de las placas rivera y norteamericana.

Ahora lo sabemos, pero no siempre ha sido así y mucha gente aún no lo sabe, por eso muchos aún se arrodillan clamando el perdón divino, rogando la piedad de dios y arrepintiéndose de todos sus pecados. Su creencia o fe así se los ha indicado desde el oscuro periodo medieval que, ante el desconocimiento y el miedo, desde el púlpito contradijo las tesis de los filósofos griegos que de centurias atrás ya atribuían los movimientos telúricos a la naturaleza, o lo entendían como un fenómeno natural, una manifestación propia de la tierra, ajena al control del poder humano. Tal y como a nuestros días se ha comprobado.

El antiguo y nuevo testamento desde los tiempos de Moisés refieren a los terremotos como una acción de sanción divina, el derrumbe de la muralla de Jericó como de las “ciudades pecadoras” de Gomorra, Sodoma, Adnía y Zeboyím, recibieron el castigo que, según, vino a depurar a sus sociedades destruyéndolas hasta borrarlas y, con ello, a corregir lo malo de las mismas en apego a la tradición apocalíptica de los documentos bíblicos que presentan a una deidad rencorosa, cruel y vengativa. Por su parte, los pueblos originarios de esta región, dueños de su propia cosmovisión, aluden a un sol, el quinto, por el que transitamos y que, al apagarse, como los cuatro anteriores, según su vaticinio, traerá consigo la catástrofe universal con sismos que desaparecerán a la humanidad entera.

Gracias a la ciencia y a su memoria, a su registro documentado, atrás, esperemos, deben quedar junto con lo anterior, las leyendas ancestrales de los egipcios, griegos, chinos, musulmanes, romanos y nórdicos, que afirmaban que la causa de los sismos eran el agua, las bestias, el atlante y los duendes, que, sosteniendo o recargados en la plataforma plana que era como se concebía a la tierra, al moverse estos, provocaban los movimientos telúricos. Mientras tanto recordemos y hagamos para no olvidar y prevenir.