La Villa: ¡Padrino, mis Empanadas!

    0

    Y al respecto respondo que así como hay muchas costumbres y/o tradiciones de las cuales podremos con alguna seguridad ubicar su origen y su razón de ser, hay otras de las que es muy poco lo que se sabe, ya sea porque tuvieron un inicio de orden individual o familiar, ya porque no llamaron la atención de nadie en un principio o porque no hubo, tampoco, un alguien que se tomara la molestia de registrar incluso circunstancialmente el dato.
    La tradición, entonces, del “padrino mis empanadas”, yo la asocio con la necesariamente más antigua de “padrino mis perones”, que ésa sí está documentada con relación a la feria de Colima cuando se celebraba en el jardín Núñez.

    Mi padre, villalvarense nacido en 1912 y conocedor memorioso de una buena parte del acontecer del pueblo durante el siglo pasado, no pudo decirme nada que iluminara ese origen, Y lo mismo sucedió cuando allá por 1989 o 1990 entrevisté al famoso panadero Cacheto, quien fue el último de los grandes panaderos villalvarenses que preparó las famosas empanadas de coco y leche conforme a su receta original.

    Lo que yo sí recuerdo habiendo nacido y crecido en La Villa en 1954, cuando por increíble que hoy les pudiera parecer a los jóvenes era un pueblo que apenas rondaba los tres mil habitantes, es que había en todo ese pequeño caserío tres panaderos con sus respectivas panaderías. Una de las cuales estaba por la calle Independencia, precisamente a menos de dos cuadras de donde nací, y era propiedad de don Ignacio Nachito Torres Figueroa, papá de Arturo y Abel Torres, y abuelo de los hoy muy ricos ingenieros Torres, hijos de Abel.

    Las otras dos panaderías estaban por la entonces muy estrecha calle Manuel Álvarez, como a cuadra y media de El Mono (monumento a don Manuel Álvarez), en el barrio que entonces le decían de Los Cerritos, dizque porque por ahí habían existido unas pequeñas pirámides que la gente del rumbo fue deshaciendo para utilizar sus piedras en la construcción de sus propias casas, y donde una señora avecindada en La Villa, había puesto una tienda de abarrotes a la que bautizó como El Cerrito de Navacoyàn. De esos dos panaderos, uno era don J. Jesús Gutiérrez Iglesias y el otro don Ángel Palacios Jiménez. Quien poseía, al parecer, el secreto de la receta de las empanadas.

    Este don Ángel, pues, era el único de los tres panaderos que las elaboraba, pero no nada más en octubre, con motivo de las fiestas de San Francisco, sino durante todo el año. Y la costumbre que tenía este señor para vender su producto era la de salir él mismo a la calle, por las tardes, con un chiquihuite muy ancho y bajo, que cargaba sobre su cabeza, haciendo verdaderos portentos de equilibrio. Él iba por las banquetas de “La Calle Real”, como le decía todavía la gente a la calle Independencia, supongo que como desde las tres de la tarde, y llevaba consigo, además, unas tijeras de madera, amarradas con dos mecates gruesos en uno de sus extremos. Y cuando le hablábamos para comprarle algo, él ponía las tijeras sobre el piso, y encima colocaba su chiquihuite para que escogiéramos la o las piezas que habríamos de comprarle.

    Lo que sí cabe decir en abono a esta tradición que comentamos, es que sí había desde cuando menos la mitad del siglo pasado, la costumbre de obsequiar dichas empanadas durante las fiestas de San Francisco, porque mis tías de mayor edad y otras señoras o señoritas quedadas, que por el barrio había muchas, solían encargarle a don Ángel, pedidos digamos que especiales de empanadas, que cuando menos el día 4 de octubre nos regalaban a los chiquillos pediches que las íbamos a saludar con el consabido “madrina mis empanadas”.

    En el jardín, sin embargo, no se ponían entonces, ni siquiera para esa fecha especial, más panaderos a vender empanadas que el mencionado don Ángel. Primero porque realmente no existía esa costumbre y, segundo, otra porque como dije antes, la receta de las empanadas era una especie de secreto de oficio.

    Un poco después, sin embargo, en la medida de que ya fueron casándose e independizándose los hijos y los aprendices del panadero, algunos de aquellos secretos de oficio celosamente guardados comenzaron a difundirse y, bueno, al aparecer las nuevas panaderías, como el negocio siempre se basa en la competencia, hacia finales de los setentas comenzaron a ponerse dos o tres panaderos más en el jardín a expender sus productos durante “la función”, como también era costumbre decirle a las fiestas patronales, y comenzó aquello como una especie de moda, en la que ya hacia principios de los 80as empezaron también a vender sus empanadas señoras que creían saber cómo hacerlas, con el propósito de allegar algunos pesos más a sus casas.

    Hoy, sin embargo, va usted a buscar los sabores y la consistencia de las empanadas originales y sólo se halla imitaciones más o menos sabrosas, pero no iguales. Tal vez porque ya no usen los huevos de rancho ni le pongan manteca al pan, o no se realice el horneado como era el uso de entonces. Y entiende uno que éstas de hoy sólo son un remedo de las que fueron aquellas, muy en especial las de leche y las de coco, que eran las más típicas.
    Lo que no quita, sin embargo, que esto se haya convertido en una tradición popular que debe respetarse y alentarse.