ENTRE LA MALA Y LA BUENA HISTORIA

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LECTURAS

Por: Noé Guerra Pimentel

La historia no miente. Lo primero para destruir a una persona a un pueblo o una cultura es echar abajo su autoestima, trastocar su verdadero origen y lesionar sus auténticos motivos de identidad. Debemos ser críticos con nuestro pasado, por supuesto, y rectificar y mejorar muchas cosas, pero nuestro pasado es nuestra identidad, pues el presente es fugaz y el futuro no lo conocemos. Una cosa es la autocrítica y otra la descalificación, el descrédito, la negación. En dicha tesitura no debemos olvidar que la historia de América es una historia de conflictos y brutalidades, pero en gran parte de la América latina lo es también de colaboración entre los distintos grupos que la componen. Proponer una historia de europeos contra indígenas y de malos contra buenos es un discurso frívolo, interesado, oportunista, parcial, falso, retrógrada e injusto.

Para tener una visión más ecuánime de nuestra historia es necesario que superemos la fragmentación identitaria que por centurias venimos arrastrando y que ha ocasionado la escritura de visiones incompatibles de nuestro pasado. Izquierdas, derechas y nacionalismos periféricos deben entender que la gestión de un futuro común es lo mejor para todos y que eso debe asumirse también para la reescritura de la historia, de nuestra historia. Sabemos, por ejemplo, el importante papel jugado por los tlaxcaltecas en la derrota de los mexicas, pero es casi ignorado que una ciudad como Los Ángeles, en los actuales EUA, fue fundada por veintidós individuos, de los que solo uno era español de España, el resto eran indígenas, mestizos, negros, mulatos y criollos y no es una excepción.

Traigo esto a colación en el contexto de la conmemoración de los 500 años de la irrupción hispana a estas tierras, medio milenio en el que se ha construido un discurso institucional-oficial en su mayoría sustentado por radicales posiciones que sobre dicha narrativa han ejercido los transitorios grupos de poder que se lo han arrogado para escribir y difundir lo que me permito denominar: La mala historia, que, debemos reconocerlo, desde el siglo XIX arbitrariamente se adueñó de la memoria para parcializarla en un injusto ejercicio presentista, mirando al pasado con valores del presente hasta hacerlo irreconocible por sus contradicciones, utilizando hechos y protagonistas sólo para legitimar o censurar a los contrarios. Una tarea más afín a la política que a la historia. Así, se han creado estereotipos que han hecho mucho daño; por ejemplo, el de la Edad Media. Si pensamos en 1519 vemos el mundo que se ha abierto a un horizonte atlántico con la misma intensidad que en 1219 se abrió a un horizonte abierto que conducía al Asia Central. Los encuentros y desencuentros entre civilizaciones han sido un rasgo del devenir histórico.

La buena historia, que la hay y que conocerla y difundirla debe ser el primer deber de un ciudadano comprometido y crítico. Sin conocer bien el pasado es imposible construir un futuro prometedor. Las mentiras sobre la historia conducen a las más atroces situaciones en la sociedad actual. Se debe dejar hablar a los historiadores e investigadores, al margen de cualquier intención política de partido o de país. Hay que contar nuevas historias desde las nuevas perspectivas de investigación que se han ido desarrollando en las últimas décadas y tener una visión más global y menos nacional. En lo presente y a futuro, ante este error, nos queda apostar por una narración ecuánime que atienda a los documentos y a una metodología de rigor ajena a los sistemas de valores en la que se ubique. Trabajar en un discurso de respeto y pluralidad que no vuelva a conculcar el acercamiento con la verdad por el deseo de convertir el pasado en un ejercicio perverso para justificar el presente. Esta efeméride, la de los 500 años, debe ser aprovechada, por ejemplo, para que se dé a conocer la última historiografía al respecto, y servir para romper viejos estereotipos y las verdades cansadas que todavía perduran.

Se trata de asumir que ese pasado es el fundacional y que constituye el único disponible, que no tenemos más para hablar de origen e identidad. Por lo tanto, hay que conocerlo, profundizar en él, traerlo a nuestro presente, y, quizá, hasta amarlo comprendiendo y aceptando todas sus aristas. Hay que recuperar el pasado en forma narrativa para darle sentido desde la complejidad de nuestro comportamiento, tratando de ver luces y sombras, pero en equidad. Además, es una la inmejorable oportunidad para establecer redes y compartir el conocimiento. Es también el momento de divulgar con rigor, es la excusa perfecta para interesar a más gente por la historia compartida entre América y México con España y con Portugal y con el resto de los países del orbe, es el gran pretexto para tender y afianzar puentes y no lo contrario, sin olvidar que el historiador no está para juzgar, que él sólo debe exponer una situación, un acontecimiento o un personaje para retraer una época.