EL PAÍS DEL MIEDO

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Por: Ana Alcántar.

Hay que caminar con la mirada baja y cubrirse bien. Hay que mirar hacia los lados y asegurarse de no estar siendo perseguido. Al salir a la calle hay que ir acompañado y peor si eres pequeño.  Las cosas se complican cuando el sol se esconde y las calles se convierten en lo que parece ser un desierto oscuro y desolado. En ese país se teme, se huye.

Una mirada fuerte caminaba detrás de mí. Unos pasos acelerados me indicaban que tenía que hacerme a un lado para darle paso a la persona que estaba detrás. Me hice a un lado, pero la persona se detuvo repentinamente. Llegué a mi destino, tomé unas cosas que necesitaba y salí de la pequeña tienda. Avancé a paso normal por la banqueta derecha y de nuevo estaban ahí esos pasos apresurados.

En ese país ya no importa el género al que pertenezcas. En ese país ya no importa tu edad, religión, creencias políticas o tu profesión. Basta caminar por esa misma calle todos los días. Basta con tener una pequeña rutina diaria que te hace presa fácil. Basta con tener alguna discapacidad que te impida moverte rápido o simplemente ser una persona distraída de su entorno.

Yo también debí acelerar mis pasos, al tiempo que mi corazón aparentaba salirse de mi pecho. El miedo me recorrió desde los talones hasta la punta de mis cabellos trenzados y entonces giré mi cabeza para darme cuenta de que ese hombre delgado, de vestimenta harapienta y pasos torpes, pero largos, me había estado siguiendo desde que salí de mi casa. Me congelé, pero por alguna extraña razón, mis pasos seguían su curso.

No hablamos de cuestiones políticas o del orden que las autoridades pertinentes de esa nación puedan imponer. Hablamos de valores cívicos sociales, de una educación que murió mucho antes de nacer. Hablamos de falta o nulidad de empatía. Hablamos de ese miedo a la denuncia por querer eximirnos de represalias. Hablamos de esos pequeños recorridos que debieron alargarse para no pasar por ciertos lugares que representen peligro.

Llegué a mi casa y pasé de largo. En la esquina tuve que confrontarlo, solo para ser insultada y amenazada. Solo para ahora vivir con miedo cada vez que tengo que salir a la calle y para inventarme miles de caminos diferentes para llegar a un mismo destino. Para al cerrar mis ojos encontrar la mirada de ese hombre que me perseguía aquella mañana y su voz rasposa que caló mis oídos.

“A ellos no les importa si eres tú, mi mamá, la vecina o el albañil que trabaja acá al lado”, me comentó mi hermano viendo al vacío. El miedo que había tenido, se hizo más grande cuando, de pronto, ya no me sentía segura porque las palabras de aliento que esperaba encontrar, se habían convertido en una advertencia

Estoy segura de que muchas de las personas que estén leyendo esto, han pasado por algo similar, quizá no en un caso de acoso sexual, sino por temor a ser asaltados o algún otro delito que se pueda cometer en las calles. La única solución posible, será que las nuevas generaciones aprendan a ser empáticas, a tener respeto por el espacio personal del resto de los individuos, por la vida ajena.

Ese país del que hablo, no es uno radical islamista en el que hay restricciones religiosas. Lamentablemente hablo de México; el país en el que el día a día se siente como jugar a la ruleta rusa con un arma que está al 90 por ciento de su capacidad y solo sentirnos con un poco de suerte para poder volver a casa más tarde y ese mismo día…