CULTURALIA

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DÍA DE MUERTOS EN COLIMA

Por: Noé Guerra

A la llegada de los españoles y de acuerdo con su cultura propia del siglo XVI, las formas ancestrales del ritual funerario de los aborígenes de esta región del mundo cambiaron radicalmente, se cristianizaron, de tal manera que todos los muertos debían ser sepultados y, de preferencia, en el Campo-Santo, o sea en los espacios santificados como atrios, patios, corredores, sótanos o altares de los edificios del ministerio católico, las iglesias; entierros a los que además de rezos paulatinamente se les fueron incorporados otros elementos de la nueva religión como la cruz, el rosario y las imágenes de santas o santos afines a la o el difunto.

El Campo-Santo o lugar sagrado de la religión católica era, por lo general, el del asentamiento de sus espacios de culto, es decir sus capillas, parroquias, iglesias, templos, catedrales, etc., mismos que a la usanza europea eran utilizados para dar “cristiana sepultura” a los difuntos “fieles” (a la palabra del señor y de los santos evangelios), siempre y cuando estuvieran al corriente en sus compromisos con la fe, lo que además de los sacramentos incluía: diezmos, limosnas y todas las exacciones que aplica el protocolo católico bajo la pena de no ser aceptados y, por tanto, morir en la excomunión o fuera de la “bendición del señor” e irse, según dicho dogma, al infierno.

En la Villa de Colima, en aquella octava fundación hispánica, el primer camposanto católico funcionó en las inmediaciones de la entonces Parroquia de Colima, sede actual de la Catedral basílica menor, ello, hasta entrado el siglo XIX, por lo que operó poco más de dos siglos y medio desde que fuera fundado en el siglo XVI con el primer difunto hispano, hasta que fue insuficiente a la par de los otros que también se utilizaron y funcionaron en sus respectivas parroquias, a saber el del convento mercedario, ubicado al poniente, el del hospital de San Juan de Dios, localizado al sur de éste, sobre la actual calle Gildardo Gómez, antes llamada de los fresnos, ambos conventos con frente abierto al río Colima, sin descontar el del vecino pueblo y convento de San Francisco de Almoloyan, ubicado al norponiente del centro de la Villa de Colima.

Fue a mediados del siglo XVIII cuando por razones de salubridad se decidió habilitar espacios alternos a los conventos y parroquias para sepultar a los seres queridos en sitios más alejados del centro, ello, corriéndolos al oriente, primero en las inmediaciones del actual jardín (general José Silverio) Núñez, entre las calles Francisco I Madero y la Filomeno Medina, luego a partir de la confluencia y término de las actuales calles Francisco I Madero y Pedro A. Galván, conocido como el Moralete (¿“Morada”, estancia o residencia?), que funcionó hasta 1883, con la mortandad que por casi dos años ocasionó la temible fiebre amarilla y que obligó a las autoridades a poner en funcionamiento otra sede, lo que fue el primer cementerio civil fundado bajo las condiciones de las leyes de reforma.

Antes de que funcionará el cementerio de Colima en su actual asiento del predio Las Víboras, otro lugar en Colima fue el último refugio de decenas de extranjeros, la mayoría alemanes, protestantes o liberales, es decir no católicos, me refiero al que aunque no funciona como tal desde 1944, fecha en que recibió a su último cuerpo, el primero se inhumó en 1851, aún se conoce como el “Panteón de los Gringos” sobre el oficial “Jardín del Recuerdo”, espacio luctuoso construido por estos inmigrantes, cuyos últimos vestigios se encuentran entre las avenidas Tecnológico y Venustiano Carranza, cementerio no “Camposanto”, pues sus 132 moradores “no eran de fe (Católica)”, “no eran cristianos”.

De un tiempo acá en Colima, desde los ochentas, los usos funerarios conmemorativos como los de este mes de noviembre han cambiado, se han adoptado prácticas de otros lugares, en mucho sin comprenderlas, por simple moda e imitación con una mal entendida mexicanidad, pues como se recordará hará unas tres décadas estos días eran solo de guardar, de recogimiento familiar en honra de sus difuntos a los que en el hogar, con velas de cebo o veladoras para cada uno o en grupo, se les dedicaba un altar y acompañaba con rezos a los difuntos y con cantos a los “angelitos”. Otras familias iban al cementerio a llevar el flores, veladoras y coronas de flores de papel, elementos que se depositaban en la lápida previamente aseada; era todo, nada de Cempasúchil, ni papel picado, ni pan de muertos, ni otros elementos que sí corresponden a otras regiones de nuestro país pero no a Colima.