Concierto Político

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    Lo anterior es una humorada con cierto toque de inteligencia, pero no va más allá, pues su propuesta viola todas las leyes de la naturaleza: es imposible tener a los nietos sin antes haber tenido a los hijos. La reflexión es tanto como creer que se puede viajar en el tiempo, ya sea ir al pasado o al futuro, a fin de conocer en la edad adulta a  nuestros tatarabuelos o a nuestros tataranietos.

    Un tema así está bien para la ciencia ficción, pero no tiene nada qué ver con la realidad. Además, el dicho de Aguirre Fuentes va en un solo sentido, es decir, manifiesta su fascinación por los nietos, pero habría que ver si tal sentimiento es correspondido por ellos hacia el abuelo. O sea: una cosa pueden decir los abuelos de los nietos, y otra muy distinta los nietos de los abuelos.
    Como quiera que sea, lo antes señalado me sirve de preámbulo para abordar un tema más íntimo por el que pido la comprensión de los lectores, pues lo quiero compartir con todos. En efecto: hoy quiero escribir estas líneas sobre mi abuela materna que murió esta fría mañana del jueves 16 del presente mes de diciembre, más o menos tres meses después de haber cumplido 95 años de vida.
    Escribir sobre mi abuela Mercedes Barajas Hernández Viuda de Montes de Oca no es un simple desahogo por la pérdida de un ser muy querido, sino por haberse tratado de una mujer excepcional. Como toda buena mujer que se precie de serlo, ella fue muy fuerte, tanto en su condición física como en su carácter, lo que influyó poderosamente en mi propia formación, al grado de haber sido mucho más grande  mi vínculo afectivo con mi abuela que con mi madre.
    Así, pues, al ser ella parte fundamental en el forjamiento de mi propio carácter, mi abuela Mercedes fue –es— una gran influencia en mi vida. En este caso, pues, el sentimiento era mutuo: yo la quise como un nieto quiere a una abuela a la que respeta mucho, y ella me quería por haber sido el primer nieto que tuvo a sus  41 años de edad. No sé si eso sea determinante o no, pero lo cierto es que mi abuela marcó mi vida más que cualquier otro familiar cercano.
    Por tal motivo, en algunas de las narraciones de las que soy autor mi abuela es  uno de mis personajes; pero hay un cuento en el que ella es el eje de una historia que siempre me resultó fascinante por su autenticidad y por relacionarse con el padre de ella (mi bisabuelo), que tuvo que sortear obstáculos increíbles para poder casarse con mi bisabuela, donde El Vaticano jugó un papel determinante en el desenlace.
    Desgraciadamente, esa historia (a la que titulé: “Preguntando se llega a Roma”), junto con otras nueve de mi autoría, seguirá durmiendo el sueño de los justos hasta que llegue el relevo de Burrén Pérez Anguiano (conocido como “El refrigerador descompuesto”, por aquello de que el elefantiásico sujeto echa mucha agua y no sirve para nada), secretario de Cultura heredado del gobierno anterior (y, por tanto, un lastre de la administración de Mario Anguiano Moreno), del que no se puede esperar nada bueno.
    De manera, pues, que a otros los pudo haber marcado la influencia del padre, de la madre, del hermano mayor, etcétera; pero en el caso mío fue mi abuela. En la actualidad, cuando hay muchos jóvenes desapegados de sus padres, difícilmente puede uno toparse con alguien que esté muy ligado a su abuela. Pero el caso es que yo vengo de una época en la que sí se prodigaba respeto por los mayores, cosa que hoy no es tan común, pues da la impresión de que los jóvenes se quieren comer al mundo de un jalón y sin la ayuda de nadie.
    En la película El exorcista aparece un personaje entrañable para mí: la madre del padre Karras (el verdadero exorcista, pues Merril, el que iba a practicarlo, muere antes de tiempo). Cuando vi el estreno de la cinta de William Friedkin, en mi adolescencia, no me llamó la atención; pero 30 años después, cuando el filme se lanzó en la pantalla grande con imágenes inéditas, sí lo hizo por una poderosa razón: es el vivo retrato de mi abuela (su mismo cuerpo, su mismo cara, su misma dignidad) en sus últimos años, cuando ya se mostraba muy frágil y su dulce rostro era angelical, como el que corresponde a una gran mujer que en otros tiempos fue muy fuerte.
    Como toda mujer con tantos años de vida, mi abuela era una enciclopedia en materia de dichos y frases, algunos de ellos ya en desuso (parece que eran  propios del siglo decimonónico), pero que siempre resultaban muy apropiadas. Así, por ejemplo, para referirse a unos nietos muy ruidosos, tenía la siguiente exclamación: “Muchachos judíos, pónganse en paz”. Otra frase por las mismas razones era también: “Ay, chiquillos, no les cabe una calilla”.
    ¿Por qué judíos, por qué calilla? Quién sabe. Pero el caso es que esas eran algunas de sus expresiones, así como estas otras, refiriéndose a alguien muy inquieto: “Mondado, andas como diablo en el panteón”. Más específica, solía señalar: “Ay, esos pietrusquillos (por decir prietos o pietrillos) salieron corriendo como cucarachas en quemazón”.
    Pero hay más frases interesantes de mi abuela. Si alguien le pedía dinero para comprar algo, solía contestarle: “¿Sabes?, ahorita no traigo ni el habla completa”. Cuando alguien iba de visita a su casa, invariablemente lo recibía sentada en un equipal que la acompañó los últimos quince años de su vida, cuando ya caminaba muy poco por el dolor de sus piernas. A la retórica pregunta de “¿cómo estas, abuela?”, respondía: “Aquí estoy, sentadita en mi balcón”.
    Si uno de los nietos cabeceaba de sueño, ya fuera porque estaba desvelado o desmañanado, decía de él: “Despierta, mudo, estás haciendo ánimas de queso”. Cuando alguien la visitaba y era de confianza, solía  emplear de modo humorístico una sentencia que sólo a ella se la llegué a escuchar: “A la visita con empeño, pa´ pararla con un leño”, al tiempo que hacía la finta de balancear entre las dos manos un tremendo garrote.
    Pero mi abuela fue una mujer muy generosa: cualquiera que la llegara a visitar podía tener la certeza de que en su casa siempre habría algo para comer, haciendo suya la sentencia bíblica que dice: “Dar de comer al hambriento y de beber al sediento”.  Esa era mi abuela, a la que hoy despido con estas humildes líneas que hoy comparto con los lectores. Gracias a todos.

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