AL VUELO

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Idiota versus político

Por Rogelio Guedea

El origen de la palabra idiota (idiotes) es griego. No significa, como la Real Academia de la Lengua Española la define actualmente,  ser “tonto o corto de entendimiento”, sino estar alejado del debate público y más bien dedicarse a los puros asuntos propios. Dedicarse sólo a la causa personal podría no tener ahora una connotación negativa, antes, sin embargo, la tenía: era similar a estar exiliado o en el ostracismo, la peor de las condenas para un ciudadano de la democrática Atenas del siglo V A.C.. En su ya clásico libro La condición humana, Hannah Arendt, filósofa de la política, insiste en este término cuando se refiere a la democracia griega, lo que obviamente no deja de estar ligado al ya añejo debate sobre los intelectuales y su compromiso con los conflictos sociales de su época y su participación en el desarrollo y progreso de las sociedades. Arendt escribe: “el nacimiento de la ciudad-estado significó que el hombre recibía ‘además de su vida privada, una especie de segunda vida, su bios politikos. Ahora todo ciudadano pertenece a dos órdenes de existencia, y hay una tajante distinción entre lo que es suyo (idion) y lo que es comunal (koinon)”’. Ese idion referido es de donde deriva el idiota que hoy conocemos con un sentido totalmente diferente al original, aunque su definición actual (de tonto e ignorante) pueda también sernos útil en ciertos niveles del debate público.  En una reciente entrevista para El País, el filósofo, polemista y mitólogo políglota George Steiner se quejaba, no sin cierta nostalgia, de haber sido un idiota, esto usado en el sentido griego de la acepción. Steiner, como quizá muchos escritores que se dedicaron solo a sus asuntos propios o personales, lamentó no haber ingresado al ágora a debatir sobre problemáticas que terminarían incidiendo, finalmente, y de forma sensible, en su propia vida. Quizá por eso Steiner lo afirmó así: “yo siento vergüenza de haber gozado de este lujo privado de estudiar y escribir y de no haber querido entrar en el ágora”. La conclusión es más que evidente: darle la espalda a la discusión de los asuntos públicos que afectarán, tarde o temprano, nuestra vida privada es una irresponsabilidad ciudadana que, finalmente, nos impedirá quejarnos, cuando las circunstancias nos sean adversas, de nuestra propia precariedad.

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