LETRAS Y NÚMEROS

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    Lo que sigue es el caos. Te levantas y corres, como poseído, mientras en tu mente empiezan a correr todas las imágenes posibles. Ver la moto tirada, con los pedazos de la carrocería desperdigados por doquier y, enseguida, ver a tu hijo tendido en el pavimento mientras los agentes desvían el tráfico, te enloquece. Vuelas y te precipitas sobre tu hijo, buscando primero sus ojos, para luego escudriñar sus golpes evidentes y las heridas que no son visibles, al mismo tiempo que lo arropas como el niño que siempre será para un padre, lanzándole palabras de amor y de confianza.

    Nunca como entonces esperas ese ulular de la sirena, que tantos significados tiene y que en estos momentos es de urgencia y de esperanza. La ambulancia llega; auscultación y valoración del accidentado, luego una férula, para enseguida preguntarte a dónde se realiza su traslado. “Al Hospital Regional”, respondes de inmediato, porque mientras todo eso pasa, hiciste varias llamadas, buscando a los amigos y familiares que te brindarán el auxilio necesario ante la gravedad del caso, y mis sobrinos Luis Felipe y Jorge Alejandro Paredes Brambila habían llegado de inmediato, convirtiéndose en baluartes de insospechada utilidad.

    Uno piensa que las 8 de la noche de un domingo no es buena hora para accidentarse, porque consideras que no habrá quien atienda tu emergencia. Por lo pronto, ahí, en la puerta del hospital estaba mi amigo Alfonso Cuevas, a punto de terminar su jornada dominical, quien ya había solicitado la atención del personal de urgencias –gracias Marlet– para recibir al Chiquis.

    Una hora después, las radiografías en manos de un joven médico, Abraham Robles, daban cuenta nítida del daño principal y, una de ellas, impactante y dramática, mostraba el fémur de la pierna derecha partido en dos pedazos.

    Las palabras de este joven residente toluqueño sonaban crudas y hasta despiadadas, pero la carga de trabajo que estos residentes acumulan durante interminables horas en las salas de urgencias, donde deben lidiar con el dolor y la angustia de pacientes y familiares, y donde la pérdida de una vida humana está siempre latente, no alcanza para sentimentalismos y considero que es preferible que los segundos de consideraciones los dediquen a la atención del paciente, que es principio y fin de su actividad hospitalaria. “Tienes fractura de fémur y vamos a colocarte un tornillo en la tibia para empezar a emparejar los huesos y después se decidirá la fecha de la operación”.

    Durante casi 36 horas, José Angel es colocado en una cama traumatológica, con marco metálico, de donde penden cuatro bolsas de contrapeso y el martes a las 10 de la mañana es llevado al quirófano, donde, durante 4 horas, un grupo de médicos comandados por el doctor José Valtierra Álvarez y auxiliado por el doctor Daniel Hernández Arreola, entre los que se encontraban Abraham Robles, Diego Rocha y Sergio Alejandro Covarrubias, realizan una extraordinaria operación, que para ellos debe ser cotidiana, en que le colocan un clavo intramedular de más de 40 centímetros para unir de nuevo el hueso femoral y luego pasarlo a recuperación, donde transcurren eternas 5 horas, antes de volver a ver ese rostro sonriente que tanto amamos.

    He descrito en forma rápida este drama, que se inicia en el instante mismo del accidente y que culmina su ciclo más angustioso en el momento en que el paciente abandona satisfactoriamente el quirófano donde fue intervenido, aunque en ese sólo evento, con solamente cuatro noches internado en un hospital, las múltiples escenas que se viven, dan para escribir un libro.

    Es verdad que cada quien habla de las clínicas hospitalarias de acuerdo con su experiencia muy particular. Le doy gracias a mi Dios, porque hoy puedo cantar loas y lo hago con humildad infinita.

    Porque: ¿Cómo no agradecerle a la vida que el doctor Valtierra decida seguir usando sus manos mágicas para salvar brazos, piernas, hombros, etcétera, en vez de andar cosechando aplausos por el viejo continente con sus conciertos de guitarra clásica o sumergiéndose en los solitarios placeres de los talleres de pintura, escultura, literatura y tantas artes más, a las que el doctor es tan afecto?

    ¿Cómo no darle las gracias al Creador, por sentir en momentos tan aciagos la mano en el hombro de mi admirado neurocirujano Enrique Barrios Navarro y escuchar sus palabras de aliento cuando la angustia atenaza tus sentidos?

    Cuando este sábado José Angel lanzó un gran grito por el primer gol que Messi anotaba al Osasuna, no pude menos que sonreír y empezar a recordar incidentes y personajes que en esta semana trastocaron nuestras vidas; en silencio oré por Mari Fer y José Antonio, por mi dilecto amigo Alfonso Cuevas, por mis sobrinos Luis Felipe y Jorge Alejandro, y por ese joven servidor público, Lalo Castillo, que nos brindó un apoyo extraordinario.

    Mi gratitud permanente para Eréndira Contreras, Maricela Ruiz, Gris y todo ese profesional equipo del Area de Cirugía; para Tere Magaña y el eficiente grupo de Trabajo Social, encabezado por Celina Sandoval; para la doctora Brenda, de Gestión Médica; para el camillero Robert y su parloteo desbordante; para el químico Amador Velasco del Area de Transfusiones, y para Luis y Concha, recepcionistas del Banco de Sangre.

    Es en estos momentos de angustia vividos, cuando se tiene la oportunidad de encontrarse con la solidaridad humana y la encontré en los doctores Ismael Estrada, Javier Nava y Javier Ahumada y, ajeno al hospital, en mi amigo Andrés García González. Por último y consciente de que cometeré involuntarios pecados de omisión, mi agradecimiento eterno a la QFB Lupita López –un café es un café, ¿o no, Meli? – y a esa afable comadre de mi hija, Ana María Amezcua Velasco, esperando que el Señor le siga guiñando el ojo.

    P.D. Gusta opinar: lo espero en Las Mentadas…

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