EL DECÁLOGO DE KRAUZE II

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LECTURAS

Desde los griegos hasta el siglo XXI,

pasando por el aterrador siglo XX,

la lección es clara:

el inevitable efecto de la demagogia

-del populismo- es “alterar la democracia”.

Enrique Krauze

Por: Noé Guerra Pimentel

Como lo prometí la semana pasada aquí están los cinco puntos restantes del decálogo, la segunda y última parte del oportuno ensayo que hará casi tres lustros publicara el reconocido escritor e historiador mexicano Enrique Krauze, mismo que, como lo advertí, a los mexicanos nos debe servir de alerta sobre lo que ya estamos viendo, viviendo, padeciendo y, lamentablemente, algunos mexicanos hasta muriendo y que, como se ven las cosas, se agravará pasados los días; esa ha sido la tónica y esa será la pauta conforme pase esta administración federal encabezada por un hombre cuya lógica y hechos han dado más que evidencia de lo que pretende como gobierno. Espero, deseo equivocarme.

Los capítulos pretéritos profundizamos en los cinco primeros rasgos generales característicos de los populistas, en los que sin importar que los extremos se toquen, en cuanto a la ideología que asumen abanderar, pues por igual deciden “lo que diga mi dedito” (si su dedito les indica derecha, para allá se hacen como para la izquierda), siempre y cuando vaya con su idea y capricho, y, cuando ven que se puede complicar el tema o quieren evadir la responsabilidad: “el pueblo sabio decide, ese nunca se equivoca”, sin que necesariamente sea por otra motivación, así, ya vimos que: El populismo exalta al líder carismático. El populista no sólo usa y abusa de la palabra: se apodera de ella. El populismo fabrica la verdad. El populista utiliza de modo discrecional los fondos públicos. El populista reparte directamente la riqueza. Aquí, íntegros, con entre guiones míos, los restante puntos:

6) El populista alienta el odio de clases. “Las revoluciones en las democracias -explica Aristóteles- son causadas sobre todo por la intemperancia de los demagogos.” El contenido de esa “intemperancia” fue el odio contra los ricos; “unas veces por su política de delaciones … y otras atacándolos como clase, (los demagogos) concitan contra ellos al pueblo.” Los populistas latinoamericanos corresponden a la definición clásica, con un matiz: hostigan a “los ricos” (a quienes acusan a menudo de ser “antinacionales”), pero atraen a los “empresarios patrióticos” que apoyan al régimen. El populista no busca por fuerza abolir el mercado: supedita a sus agentes y los manipula a su favor.

7) El populista moviliza permanentemente a los grupos sociales. El populismo apela, organiza, enardece a las masas. La plaza pública es un teatro donde aparece “Su Majestad El Pueblo” para demostrar su fuerza y escuchar las invectivas contra “los malos” de dentro y fuera. “El pueblo”, claro, no es la suma de voluntades individuales expresadas en un voto y representadas por un parlamento; ni siquiera la encarnación de la “voluntad general” de Rousseau, sino una masa selectiva y vociferante que caracterizó otro clásico (Marx, no Carlos sino Groucho): “El poder para los que gritan ‘¡el poder para el pueblo!”.

8) El populismo fustiga por sistema al “enemigo exterior”. Inmune a la crítica y alérgico a la autocrítica, necesitado de señalar chivos expiatorios para los fracasos, el régimen populista requiere desviar la atención interna hacia el adversario de dentro y, cuando ya se le agotaron, los busca fuera.

9) El populismo desprecia el orden legal. Hay en la cultura política iberoamericana un apego atávico a la “ley natural” y una desconfianza a las leyes hechas por el hombre. Por eso, una vez en el poder, el caudillo tiende a apoderarse del Congreso e inducir la “justicia directa” (“popular”), remedo de una “Fuenteovejuna” que, para los efectos prácticos, es la justicia que el propio líder decreta. Congreso y Judicatura suelen pasar a ser apéndices del Ejecutivo, incluso llegan a suprimir la inmunidad parlamentaria y a depurar, a su conveniencia -e intereses-, el Poder Judicial.

10) El populismo mina, domina y, en último término, moldea, domestica o cancela las instituciones -garantes- de la democracia. El populismo abomina de los límites a su poder, los considera aristocráticos, oligárquicos, antipatriotas, hostiles, -“chachalaca”, “puchos”, “blanquitos”, “ternuritas”, “ricky, riquines”, señoritingos”, “peleles”, “títeres”, “hampones”, “minoría rapaz”, “camajanes”, “pandilleros”, ñoños”, “conservadores”, “mafiosillos”, “traidorzuelos”, “zopilotes”, “pirruris”, “reaccionarios”, “Fresas”, “fifís” y hasta “borolas”-, contrarios a la “voluntad popular”, “enemigos del pueblo”.

¿Por qué renace en Iberoamérica la mala yerba del populismo? Las razones son diversas y complejas, pero apunto dos. En primer lugar, porque sus raíces se hunden en una noción muy antigua de “soberanía popular” que los neoescolásticos del siglo XVI y XVII propagaron en los dominios españoles, y que tuvo influencia decisiva en las guerras de Independencia desde Buenos Aires hasta México. El populismo tiene, por añadidura, una naturaleza perversamente “moderada” o “provisional”: no termina por ser plenamente dictatorial ni totalitario; por eso alimenta sin cesar la engañosa ilusión de un futuro mejor, enmascara los desastres que provoca, posterga el examen objetivo de sus actos, doblega -y elimina- la crítica, adultera la verdad, adormece, corrompe y degrada el espíritu público.