CULTURALIA

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CELEBRACIÓN A LOS MUERTOS

“La metáfora de la vida se cuenta en un altar,

donde la muerte es el renacer en un proceso infinito que nos dice que

quienes hoy ofrecemos, después podríamos ser invitados”.

Por: Noé GUERRA

La muerte omnipresente en lo mexicano con una riquísima variedad: desde diosa, protagonista de cuentos y leyendas y personaje crítico social, hasta invitada a la mesa y honrada. Los antepasados indígenas la concebían como unidad dialéctica: el binomio vida-muerte, lo que hacía que conviviera en todas las manifestaciones culturales. Que su símbolo o glifo apareciera en todos lados, que se invocara en todo momento y se representara en una sola figura, es lo que hizo que su celebración perdurara. Para conocer más acerca de esta festividad y el significado del altar, es necesario ver hacia el pasado, hacia el mundo prehispánico y al Virreinal, con lo que aseguramos un más amplio panorama sobre su significado, por ejemplo, en el mundo prehispánico la tradición antecede al arribo español, quienes tenían una concepción unitaria del alma, concepción que les impidió entender que los aborígenes atribuyeran a cada individuo varias entidades anímicas y que cada una de ellas tuviera, al morir un destino diferente.

En la visión prehispánica, el acto de morir era el comienzo de un viaje hacia el Mictlan o inframundo, también llamado Xiomoayan, término que los españoles interpretaron como el infierno. Viaje de cuatro días en el que alma al llegar a su destino ofrecía obsequios a Mictlantecuhtli (señor de los muertos) y su compañera Mictecacihuatl (señora de los muertos). Estos lo enviaban a una de nueve regiones, donde el muerto permanecía un periodo de prueba de cuatro años antes de continuar su estancia en el Mictlan y llegar así al último piso, lugar del eterno reposo: “obsidiana de los muertos”. La idea de la muerte como un ser descarnado siempre está presente en la cosmovisión prehispánica, los registros en totonacas, nahuas y mayas, entre otros, así lo muestran. Época en la que era común conservar los cráneos como trofeos para sus rituales de muerte y renacimiento, el Tzompantli testimonia lo anterior.

El festival que se convirtió en el Día de Muertos se conmemoraba en el noveno mes del calendario solar mexicano, iniciando en agosto y celebrándose todo el mes. Para aquellos indígenas la muerte no tenía la connotación moral de la religión católica, en la que la idea de infierno o paraíso es castigo o premio; los antiguos nativos creían que el destino del alma estaba determinado por el tipo de muerte que había tenido y su comportamiento en vida. Por citar ejemplos, las almas de quienes morían en circunstancias relacionadas con agua iban al Tlalocan, los muertos en combate, cautivos sacrificados y mujeres muertas en parto iban al Omeyocan, presidido por Huitzilopochtli, dios de la guerra. El Mictlan estaba destinado a los que morían de muerte natural. Los niños tenían un lugar especial llamado Chichihuacuauhco, donde había un árbol de cuyas ramas goteaba leche materna. Los entierros prehispánicos eran acompañados por dos tipos de objetos: los utilizados en vida, y los que necesitaría en su tránsito.

Durante los trescientos años del Virreinato en Nueva España, luego del siglo XVI, con el cristianismo se introdujo acá el temor a la muerte y el terror al infierno, originándose una mezcla de visiones y creencias. Así, este largo periodo arraigó un sincretismo cultural en el que la evangelización cristiana allanó las creencias indígenas, resultando un catolicismo propio de América. En esa época se comenzó a celebrar a los “Fieles (católicos) Difuntos”, con la veneración de los restos o reliquias de santos provenientes de Europa y Asia recibidos en Veracruz y llevados a diferentes lugares en ceremoniales con arcos de flores, oraciones, procesiones, cantos y bendiciones en las iglesias y con pan de azúcar -antecesor de las calaveras- y el llamado “pan de muerto”. Esta conciliación cultural originó lo que es hoy la celebración.

Al ser el México actual un país multicultural y pluriétnico, tal celebración carece de un carácter homogéneo, a la que se añaden diferentes significados según el pueblo indígena o grupo social, construyendo así, más que una festividad cristiana, una celebración resultado de la mezcla cultural de creencias prehispánicas con lo católico, por lo que se han logrado mantener sus tradiciones. La fiesta del Día de Muertos comprende los siguientes días, el 28 de octubre es para quienes murieron trágicamente, 30 y 31 se dedica a niños muertos sin bautizo y a los más pequeños, respectivamente y el 1 y 2 de noviembre, según la Iglesia católica, es para Todos los Santos y los Fieles Difuntos. La esencia del festejo se ve en las comunidades indígenas, donde se tiene la creencia de que las ánimas regresan para disfrutar los platillos y flores que se les ofrecen.

Las ánimas llegan en forma ordenada. A los que tuvieron la mala fortuna de morir un mes antes de la celebración no se les pone ofrenda, pues se considera que no tuvieron tiempo de pedir permiso para venir a la celebración, por lo que sirven como ayudantes. Celebración que inicia desde la madrugada con el tañido de las campanas de las iglesias y la práctica de ciertos ritos, como adornar las tumbas y hacer altares en las lápidas, lo que tiene un especial significado para las familias porque se piensa que ayudan a conducir a las ánimas de sus seres queridos a transitar por un buen camino tras la muerte.

La cultura mexicana tiene su más colorida representación en la celebración de Día de Muertos, festividad que se ha visto retratada en diferentes expresiones culturales, las que abarcan todas las manifestaciones: desde el arte prehispánico hasta el popular de nuestros días. Actualmente, la muerte hecha objeto, la muerte representada, no nos toma por sorpresa. Para el mexicano no radica esta visión en el desprecio sino en su valoración, pues se entiende como una explicación del mundo, evocada inconscientemente. La fusión de ambas culturas hace del altar un producto comunicativo que evoca los elementos que le dieron origen y que lo traducen en una repetición del mundo indígena y del católico, con símbolos.

La muerte, en este sentido, no se enuncia como una ausencia ni como una falta; sino que es concebida como una nueva etapa: el muerto viene, camina y observa el altar, percibe, huele, prueba, escucha. No es ajeno, sino una presencia viva.