CRÓNICA DE TALPA

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Por: Noé Guerra Pimentel

Llegamos al amanecer, hacía frío, mucho frío, como podía a los cuatro años de edad me cubría del aire helado con la falda de mi madre, su chal y hasta con el rabo del poncho que le halaba a mi hermano de brazos, el suéter me era insuficiente aquella madrugada de viento montañés caminando por calles de tierra y pedruscos sueltos que torcían mis entumidos píes calzados con huaraches. Atrás se había quedado el camión que nos llevó hasta ahí luego de la temible bajada de La Cruz de Romero, aquel entonces una pedregosa y empinada terracería de cerradas curvas, fatídico trayecto del que se decía que se desbarrancaban los camiones por lo que había que atarlos con sogas y cadenas para ayudarlos en su prolongado descenso, última proeza luego del Espinazo del Diablo, antes de llegar a Talpa y sus incógnitas.

Habíamos salido de mi Armería natal la tarde anterior, yo no sabía a qué ni por qué íbamos, que si por una manda, que si porque todos se iban en esta temporada, que si por curiosidad, que si por invitación, no sé, cosas de adultos que un niño no pregunta. Aún no amanecía y con el frío calando llegamos a un mesón, un lugar de techos altos y paredes sucias que olía a esa extraña combinación de humano con leña, petróleo, estiércol, mugre, alcohol y cansancio. Nos confinaron a una habitación amplia a la que se subía por una escalerilla provisional, nos dieron dos petates, una bacinica y un par de ladrillos, con eso subimos a la planta alta, un lugar atestado de gente roncando, cansada, echada en el suelo, otros encuclillas recargados en la pared; nos tocó acomodarnos junto a un ventanal bajo, sin ventanas, el único lugar disponible, quizá por el frío.

Buscando calor me acurruqué en un rincón cercano a mi madre mientras ella amamantaba a mi hermano de meses que ya empezaba a manifestar su incomodidad. No sé cuántas horas hicimos en el trayecto que para mí fue eterno, muy pesado, pero imagino que para mi hermano mayor lo fue más, él se vino en el pasillo, al principio sentado en una sillita de tijera pues a sus nueve años acabó dormido entre asientos a los pies, mientras escuchaba que la de Talpa era una de las tres vírgenes traídas de España junto con la de San Juan de los lagos y Zapopan, las tres muy veneradas. Era la media noche cuando mi madre, calculando nuestra inevitable hambre abrió el termo para ofrecernos los tacos de frijoles y papa que para la ocasión había preparado, mala idea, estaban acedos, por lo que el hedor inundó el camión, obligando a todos a correr las ventanas entre maledicencias.

Víctima del agotamiento apenas dormitaba cuando sacudiéndome el pantaloncillo y la camisa y acomodándome el suéter, mi madre me puso de pie a la vez que recogía su bolsa, bajamos, preguntó por un lugar para almorzar, le dieron indicaciones y salimos para encontrarnos con una calle ahora llena de viandantes como en feria, mucha gente que iba y venía de un solo lugar, sobre el arroyo de la calle, nos detuvimos en una mesa resguardada por unos bancos de madera, la tierra estaba mojada y olía a comida a chocolate, mi madre pidió algo que después me dijo que era ¿café de tortilla? aunque sólo sabía a pura agua, mientras comíamos frijoles refritos con unas correosas tortillas. A mi edad mudaba dientes, aquello me fue incomible y mi hambre infantil insuperada.

Caminamos entre el gentío que empujaba y pisaba levantando el terregal bajo los temibles tronidos de los cohetes y el tamborcillo de la chirimía, acompasado por su flautín, mientras mi hermano lloraba y yo le hacía coro. Por fin llegamos al lugar a esa hora infranqueable entre los danzantes y mucha gente saliendo, pero más entrando hasta hacer un cuello de botella entre unos, la mayoría, que, rezando, iba de rodillas, otros arrastrando sus mutilaciones y los menos a pie con flores, frutas, animales en pie, cantando en un ritual de dolor y miseria mezclados en aquel cuadro fantástico del medio día de velas, veladoras, llantos y religiosidad. El interior del templo estaba imposible, los olores eran cálidos, asfixiantes, todos sudábamos; de pronto se oscureció el mundo entre el apretujamiento aquel hasta que me vi en brazos de alguien que me sacaba de entre la multitud, sentí el aire fresco y al fin respiré, fue como volver a la vida en aquella Talpa a la que jamás he regresado.